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22.10.05

Chao Luna... (cuento)

Tirado boca arriba sobre el suelo, Manuel Largaespada contemplaba la luna llena de esa, su última madrugada; con la boca seca y semiabierta le hablaba con el pensamiento.
Desde que era niño, en su natal Rivas, le había gustado conversar con ella en silencio cada vez que la veía aparecer grande y renovada en la densa noche, como un ojo blanco observándolo todo desde el infinito.
Cada mes tenía algo nuevo que contarle. Que se le cayeron los dientes de enfrente; que no pudo ir a la escuela por falta de real; que la hija de la patrona de mamá le estaba enseñando a leer y escribir. Desde que tenía memoria, la luna llena siempre había estado ahí para él: atenta, silente y mágica. Ahora la miraba sin tener certeza de cuánto tiempo más podría seguir haciéndolo.
Su mente volaba hasta el momento en que la cosa se puso tan fea en su pueblo que no había trabajo y el que había era muy mal pagado, entonces decidió emigrar hacia el país del sur. Encontró trabajo en una finca en Potrerillos, un pequeñísimo pueblo noventa kilómetros al sur de la frontera. Primero estaba a cargo de cuidar los caballos; darles agua y comida, aperarlos cuando fueran necesarios y avisar si alguno daba señas de estar enfermo. Luego le encomendaron la tarea de arrear las vacas de ordeño hasta la quebradilla cercana para que bebieran agua y pastaran en los alrededores.
Un día de esos, mientras las vacas rumiaban el almuerzo y Manuel Largaespada se refugiaba del fuego del aire bajo la sombra de un matapalo, la vio. Fue como una aparición pues era la cosa más linda que había visto jamás. Morena como una tapa de dulce y de seguro tan dulce como una. Su pelo lacio largo y profundamente negro se movía sobre la espalda al compás de sus caderas. La faldita amplia solo dejaba ver la mitad de las corvas, perfectas y brillantes, coronando un par de pies muy pequeños. Los ojos, tan negros como el pelo, estaban enmarcados en una cara de gata montuna que lo terminó de cautivar. Por el tamaño y la estructura de sus huesos pudo adivinar que se trataba de una niña, de unos trece o catorce años a lo sumo. Y tuvo razón.
Juanita Castillo acababa de cumplir los doce y se dirigía a la quebrada con una tinaja, a recoger agua fresca para llevar de vuelta a su casa. Lo vio viéndola y volteó la cara con rapidez, al tiempo que apuraba el paso. Bajó a la quebrada, llenó la tinaja, subió de nuevo y sin volver a ver hacia el matapalo, siguió su camino de regreso.
Manuel Largaespada no pudo pensar en otra cosa desde ese momento. Todos los días esperaba ansioso verla pasar con la tinaja apoyada en la cadera, meneando sus ancas de un lado a otro y devolviéndole la mirada con el rabo del ojo.
Pasaron semanas antes de que se atreviera a hablarle, pero después de ese primer paso todo fue sucediendo como por obra del cielo; a Juanita Castillo también le gustaba el muchacho que la deseaba oculto bajo la sombra del matapalo. En un día caluroso como pocos, la abordó a la orilla de la quebrada; la sedujo con sus manos ásperas de peón y se amaron con la intensidad y la premura del primer amor. El sabía que lo que hacían no estaba del todo bien pues era diez años mayor que ella, pero no había nada que pudiera hacer para evitar que se le quemara el alma cada vez que la tenía cerca. Y si el precio por tenerla era arder en el infierno, estaba dispuesto a pagarlo. Siguieron viéndose pues, cada día en el mismo lugar, amándose sin interrupciones y sin creer que pudieran ser más felices.
Un jueves al medio día, Manuel Largaespada se tomaba una sopa de albóndigas que doña Tona, la cocinera de la finca, había hecho como solo ella sabía. Con el calor de la hora, el sabor humeante de la sopa y el chile picante que le había echado de más al plato, pronto estaba chorreando agua por la nariz. Se limpiaba con el puño de la camisa cuando llegó Lito, el hijo del capataz, a decirle que don Agustín Castillo lo esperaba en el corral de los terneros para hablar un asunto urgente con él. Ya se esperaba la visita y tenía pensado lo que le iba a decir al padre de su amada, por lo que se levantó y se dirigió con prisa hacia donde lo esperaba. Le diría que quería casarse con Juanita, que ya tenía visto el lugar donde hacer su casa y todo cuanto había planeado para los dos desde el primer día en que la vio.
Cuando llegó frente a él, Manuel Largaespada extendió su mano para saludar, pero se quedó con el aire entre los dedos porque lo único que recibió como respuesta fue:
-Lo espero hoy a las once de la noche en el potrero del matapalo. Lleve su machete.
Don Agustín Castillo subió a su caballo y partió a galope.
Ni siquiera lo dejó hablar. Manuel Largaespada ya conocía la fama de bravo que tenía don Agustín Castillo, y pensó en no ir a la cita, que tenía más cara de duelo que de petición de mano, pero se creyó capaz de convencerlo hablando como los hombres. De todos modos iba a llevar su machete; uno nunca sabe. Faltando un cuarto para las once empezó a caminar hacia el lugar indicado. Miró hacia el cielo y vio a su luna fiel iluminándole tristemente el camino.
Al llegar al matapalo vio una sombra sola, que reconoció como la de don Agustín Castillo. Un brillo metálico surgió del final de uno de sus brazos y comprendió entonces que sería inútil tratar de razonar con ese hombre que ya había desenvainado su machete, esperándolo. Cuando estuvo a diez metros de distancia de su oponente, Manuel Largaespada gritó:
-¿Me va a dejar hablar don Agustín?
-¡Usted y yo no tenemos nada que hablar! ¡Yo lo único que quiero es matarlo! –replicó.
-Pero yo quiero a Juanita, ¡de verdad! Y quiero casarme con ella… –empezó Manuel Largaespada, pero no lo dejaron terminar.
-¡Cállese hijueputa! ¡No diga el nombre de mi hija! -ladró don Agustín Castillo, y se abalanzó sobre él con el machete en alto. A Manuel Largaespada no le quedó más que defenderse.
Los metales chocaron sin piedad y sin tregua, una y otra vez, lanzando chispas y campanadas lúgubres a lo largo del potrero. A pesar de que le doblaba la edad, don Agustín Castillo era un poderoso contrincante: fuerte, lanzado y muy diestro con el machete. Y fue en un descuido de Manuel Largaespada que un arrebato de destreza y el filo imposible del arma contraria le abrieron de par en par el abdomen, de izquierda a derecha, con la facilidad con que una mano parte el aire.
Cayó tendido boca arriba, llevándose las manos al estómago, intentando en vano de lanzar un grito de dolor. La boca se le secó de inmediato y no tuvo fuerzas para emitir ni un sólo sonido más. Vio la sombra que se acercaba sobre él y la oyó decir:
-¿Sabe qué, perro? Prefiero a Juanita muerta que casada con uno como usté. ¡Ah! Y el bastardo que lleva en el vientre, ¡olvídese, porque ese no nace!
Y como para acentuar aún más su desprecio, si eso era posible, escupió con fuerza en el zacate y se alejó con pasos largos y firmes.
Manuel Largaespada miró de nuevo a la luna, sintiendo cómo la vida lo iba abandonando despacio mientras se desangraba por el medio de su cuerpo. Sentía el calor de la sangre empozada debajo de su cintura, pero sus extremidades estaban frías como el sereno de la madrugada.
Antes de que la muerte lo tocara con su irrevocable mano, esbozó una sonrisa hacia la luna llena, despidiéndose de ella y del mundo, pero no con un adiós definitivo porque estaba convencido de que adonde se dirigía ahora, estarían más cerca de lo que nunca habían estado.

7 Comments:

Blogger ilana dijo...

Bravo! Un cuentazo, me transportaste el 100 por 100.

9:46 a. m., octubre 22, 2005  
Blogger Floriella dijo...

Gracias Ila, me alegra que te haya gustado. Pronto lanzare la parte segunda/final.

11:25 a. m., octubre 22, 2005  
Blogger Floriella dijo...

Uuuuuy gracias... (me chille)
Es un cumplido muy grande para mi, de verdad, sos demasiado gentil.

6:16 a. m., octubre 24, 2005  
Blogger Oscar dijo...

Flo, el desenlace viene pronto ¿verdad? Porque me tenés en ascuas. Que relato mas "bien jalado"!

4:32 p. m., octubre 24, 2005  
Blogger Solentiname dijo...

Me gusta que te crea imágenes. Como una película vas viendo las cosas pasar. Es curioso además que al describir la relación de Manuel con la niña no reuslta chocante, a pesar de que ella es tan joven. Eso solo se hace cuando se sabe escribir. he dicho!

10:20 p. m., octubre 24, 2005  
Blogger Dean CóRnito dijo...

Flo, simplemente gracias por un hermosísimo y magnífico relato. De lujo; creo que Tugo no exageraba.

11:05 p. m., octubre 24, 2005  
Blogger Floriella dijo...

Ay gracias güilas! De verdad son demasiado gentiles.
El final viene pronto, pero no esperen mucho porfa, porque acuérdense que nunca fueron buenas las segundas partes. Es sólo como para matar la fiebre...

2:58 p. m., octubre 25, 2005  

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