Las Mujeres de Agustín (Capítulo Dos)
Agustín Mendoza pensaba que su vida siempre había girado, en muchísimos sentidos, en torno a las mujeres. No solamente eso. Sentía que eran las mujeres de su vida quienes, casi con exclusividad, le habían definido y formado en el hombre que era hoy. Lo irónico de todo el asunto era que, ya al cumplir los cuarenta, a Agustín se le ocurría que comprendía a las mujeres aun menos que nunca.
Agustín nunca conoció a su padre. Aquel les abandonó cuando Agustín tenía menos de tres años, y fue su madre quien lo crió, como hijo único, hasta que cumplió los diez. Ambos vivían en aquella choza en la sierra donde se encargaban, un día si y otro también, de cuidar unas cuantas vacas, cabras y gallinas y de cultivar lo que se comían. Su madre, mujer taciturna y severa, siempre se le antojó a Agustín como una mujer muy vieja y distante, hasta el día que murió de pulmonía a los veinticuatro. Nunca recibió afecto de ninguna naturaleza de su parte. Nunca le dirigió la palabra mas que para instruirlo en las tareas del manejo de la granjita, para enseñarle a leer y escribir, y para decirle, todas las noches antes de dormir: "No crezcas para ser un hombre como tu padre". Lo que quiera que ello hubiera significado, para Agustín siempre había permanecido desconocido.
La madre de Agustín murió una tarde cualquiera, después de dos semanas de yacer en cama, tiempo durante el cual él se ocupó de la granja como siempre lo hacía. Al volver de ordeñar las vacas se encontró en la puerta de su casa con un vecino y su esposa, a quienes había visto solo un par de veces, conversando con su madre. Ella se le acercó, con ojos húmedos, y le abrazó mientras murmuraba: "¡Mi niñito! ¡Tu mamita ya no está con nosotros! ¿Que irá a ser de ti ahora?". Agustín rememoraba ahora que en esa tarde, despejada y luminosa, la completa ausencia de dolor por la muerte de su madre lo hizo sentirse extrañamente vació.
Lo que siguió en los días subsecuentes fue una vertiginosa sucesión de eventos, de la cual Agustín recordaba vagamente el asombro causado por el viaje en tren hasta la ciudad, los paisajes del camino que nunca siquiera había imaginado, la llegada a la estación en la ciudad, las multitudes que allí se arremolinaban, el viaje en el reluciente automovil negro que sus tías habían enviado para recogerle. Un pesado portón de hierro forjado daba entrada a los enormes jardines que rodeaban la casa donde vivían sus tías. La casa misma era una maciza construcción de finales del anterior siglo, con altas paredes de piedra cubiertas de hiedra y enormes ventanales oscurecidos por pesadas cortinas. Una fuente dominaba el patio principal, y mas allá reposaba una amplia escalinata en la que, al momento de su arribo, esperaban sus dos tías.
Socorro y Dolores, sus tías, lo cubrieron de arrumacos y caricias mientras musitaban palabras de cariño, mezcladas con entrecortadas oraciones en las que encomendaban el porvenir de su sobrino a los mas diversos santos. Ambas eran sorprendentemente parecidas a la mujer a la que Agustín solo conoció como "mamá", pero también eran muy diferentes. Ambas habían enviudado tiempo atras. Ambas tenían portes distinguidos y vestían con una sobria elegancia e impecable gusto. Ambas eran parlanchinas y alegres, pero sin perder el aura de clase que les rodeaba. Ambas eran cultas, y era evidente a todas luces que habían vivido una vida de privilegios. Ambas eran, asimismo, mujeres piadosas y devotas que dirigían extensas oraciones al empezar el día, antes y después de las comidas, y en cualquier otra ocasión que a juicio de ellas lo ameritara.
Fue bajo la supervisión de Socorro y Dolores que Agustín inició una vida ajetreada de caras tutorías privadas, lecciones de piano y equitación, clases de pintura; todo ello saturado de frecuentes visitas a la catedral, oraciones, rosarios y letanías. Fue también bajo el techo de sus tías, pero inadvertido para ellas, que Agustín empezó a vislumbrar el misterio en que, para él, se convertirían las mujeres.
La casa de sus tías era habitada, aparte de Agustín y las tías, por un viejo que hacía las veces de mayordomo, jardinero y chofer; y la esposa del anterior, quien se encargaba de ser ama de llaves y cocinera. También vivian allí dos muchachas, que se ocupaban de las tareas meniales en la casa. Una de ellas era una bonita mulata a la que sus tías tenían evidente confianza y estimación, tanto por su callada disposición, como por su dedicación al trabajo. Era una muchacha delgada y de apariencia modesta, que siempre llevaba su largo cabello negro recogido detrás de la cabeza. Lo único que parecía fuera de lugar en ella era un ocasional destello, que Agustín notaba en sus ojos de vez en cuando. Su nombre era Priscilla.
Una tarde de sábado, poco después de haber cumplido los catorce, Agustín estaba sentado en la sala, absorto en la lectura de un libro. Sus tías habían salido temprano, dejándole solo y, extrañamente, desocupado. Priscilla estaba en la sala, mientras tanto, limpiando las ventanas. Agustín recordaba que, de repente, notó un extraño silencio en la habitación. Levantó la mirada y se encontró con ese destello en los ojos de ella, que le contemplaba con determinación. Después de unos instantes, ella se le acercó lentamente, le tomó de la mano y sin decir palabra lo hizo levantarse y seguirla. Agustín sentía un extraño cosquilleo, un poco mas abajo de su ombligo mientras caminaba tras ella a traves de la casa en silencio, pasando por la amplia cocina, hacia las habitaciones que ocupaba la servidumbre en la parte de atras de la casa. Finalmente, ella le empujó con gentileza al centro de la pequeña habitación, desde donde él la observó cerrar y atrancar la puerta.
Priscilla se volvió, el destello en los ojos aun mas intenso, y se acercó a él con lentitud deliberada. Su mano derecha soltó el cabello, que cayó lustroso y espeso sobre sus hombros. Acto seguido, empezó a desabrochar los botones de la blusa gris de su uniforme, uno a uno, mientras Agustín le miraba sin parpadear. Cuando Priscilla llegó al último botón, abrió la blusa completamente, revelando un par de pechos pequeños y redonditos, coronados por sendos pezones oscuros que, diminutos y turgentes, apuntaban ligeramente hacia arriba. Agustín contempló lo que se le mostraba, reparando en que la anatomía delicada de ella siempre le había pasado inadvertida cuando estaba cubierta por el uniforme.
Ella se quedó allí, con los brazos a los lados, mientras le contemplaba con seriedad; el brillo en los ojos ahora un fuego intenso. Agustín observó cada detalle de la vista que se le ofrecía. Se fijó en la piel oscura y tersa, ligeramente humedecida de sudor. Notó que aquellos senos, perfectos en su forma, se estremecían ligeramente por la respiración entrecortada de la muchacha. Finalmente salió de su estupor y se acercó a ella casi imperceptiblemente. Ella le tomó de nuevo una mano y la condujo con delicadeza hasta hacerla posarse sobre uno de sus pechos, dejándola allí. Agustín sintió la suavidad de aquella piel y acarició con ternura la firme y tibia forma. Sus dedos recorrieron, de la manera mas leve, aquel fruto misterioso. Finalmente apartó la mano y los ojos de ambos se encontraron. Ella le atrajo hacia si, le abrazó estrechamente y dijo: "¡Hay, Agustincito! ¡Vos si sabés como tratar a una mujer!". Ella le levantó la cabeza y le besó firme y largamente en la boca. Las subsecuentes horas se disolvieron en un intenso, húmedo y tibio placer, cargado de sabores y aromas hasta entonces desconocidos, y que aun permanecían indelebles en la memoria de Agustín. Desde aquella tarde ambos procuraban encontrarse furtivamente y pasaban deliciosas horas de mutuo gozo, después de las cuales Agustín gustaba de quedarse dormido al lado de ella, entre las sábanas humedas.
Priscilla salió de su vida de manera repentina. Una mañana simplemente ella ya no estaba allí. Su tía Socorro le informó de forma casual y sin emoción en la voz que Priscilla ya no laboraba para ellos, y que a la semana siguiente Agustín mismo iría al internado donde habría de continuar su educación.
Si la separación de Priscilla le dejó una enorme añoranza carnal, años después sería otra mujer la que se encargara de darle su mayor cicatriz emocional. Mientras estudiaba medicina en la universidad, Agustín conoció a Andrea. Andrea, una encantadora rubia de proporciones estatuescas, era la hija de uno de los profesores en la facultad. Desde que Agustín le conoció, le cedió a ella su propia voluntad. El amor que le inflamaba lo hizo devoto a ella en todo sentido, y se sentía lleno de dicha con el solo hecho de pensar en ella.
Agustín recibía, de manera regular, un generoso estipendio de parte de sus benefactoras, con el propósito de sostener sus estudios, que le permitía vivir muy cómodamente. Aunado a lo anterior contaba con una agradable presencia física y la facilidad de verbo que provenía de su cultivada educación. Todo lo anterior le allanó considerablemente el camino cuando se propuso conquistar a Andrea. Los meses que vivieron juntos fueron idílicos. Agustín se sentía el hombre mas dichoso del mundo, y así lo dejaba saber a quien quisiera escucharle. Dentro de su cabeza bullían planes para la vida que vivirían juntos.
Todo ello terminó abruptamente la mañana que Agustín despertó, para encontrar que ella, también, se había ido. Andrea le llamó por teléfono un par de días después y le sacó de la incertidumbre: "Agustín, no te enojés conmigo. Simplemente comprendí que no puedo vivir con vos. No malinterpretés, no sos vos... soy yo". Y luego colgó, dejándolo desolado. Por seis meses, Agustín se sumió en la desesperación, durmiendo menos y bebiendo mas de lo que su organismo podía tolerar. Al final resolvió levantarse de su pena, al darse cuenta de que la mujer a cuyos pies había depositado su corazón, le había desechado. No comprendía el porqué pero sabía, y estaba resuelto a asumirlo, que no iba a recuperarla.
Siguieron años que Agustín dedicó a coleccionar mujeres, a seducirlas y desecharlas, sin involucrar sus propios sentimientos en las transacciones, ni importarle que alguna de ellas pudiera tenerlos. No recordaba ya cuantas mujeres habían servido para saciar sus apetititos y garantizarle placer a sus sentidos. No sabía cuantos abortos había costeado, o cuantos silencios había comprado.
Aun tiempo después, con el título que confirmaba su especialidad como psicólogo clínico colgando en la pared de su lujoso despacho, Agustín había sostenido un breve noviazgo con la mujer que ahora era su esposa, y cuyo mayor mérito era ser hija del fundador de la clínica de especialidades a la que estaba asociado.
Agustín volvió a ver la misiva que sostenía en la mano. Pensó en las incontables mujeres que había conocido y que, de muchas formas, habían influenciado su vida. Pensaba en la ironía de que nunca había entendido, siquiera superficialmente, a ninguna de ellas. A ninguna, hasta el día en que Soledad cruzó la puerta de su despacho.
Agustín nunca conoció a su padre. Aquel les abandonó cuando Agustín tenía menos de tres años, y fue su madre quien lo crió, como hijo único, hasta que cumplió los diez. Ambos vivían en aquella choza en la sierra donde se encargaban, un día si y otro también, de cuidar unas cuantas vacas, cabras y gallinas y de cultivar lo que se comían. Su madre, mujer taciturna y severa, siempre se le antojó a Agustín como una mujer muy vieja y distante, hasta el día que murió de pulmonía a los veinticuatro. Nunca recibió afecto de ninguna naturaleza de su parte. Nunca le dirigió la palabra mas que para instruirlo en las tareas del manejo de la granjita, para enseñarle a leer y escribir, y para decirle, todas las noches antes de dormir: "No crezcas para ser un hombre como tu padre". Lo que quiera que ello hubiera significado, para Agustín siempre había permanecido desconocido.
La madre de Agustín murió una tarde cualquiera, después de dos semanas de yacer en cama, tiempo durante el cual él se ocupó de la granja como siempre lo hacía. Al volver de ordeñar las vacas se encontró en la puerta de su casa con un vecino y su esposa, a quienes había visto solo un par de veces, conversando con su madre. Ella se le acercó, con ojos húmedos, y le abrazó mientras murmuraba: "¡Mi niñito! ¡Tu mamita ya no está con nosotros! ¿Que irá a ser de ti ahora?". Agustín rememoraba ahora que en esa tarde, despejada y luminosa, la completa ausencia de dolor por la muerte de su madre lo hizo sentirse extrañamente vació.
Lo que siguió en los días subsecuentes fue una vertiginosa sucesión de eventos, de la cual Agustín recordaba vagamente el asombro causado por el viaje en tren hasta la ciudad, los paisajes del camino que nunca siquiera había imaginado, la llegada a la estación en la ciudad, las multitudes que allí se arremolinaban, el viaje en el reluciente automovil negro que sus tías habían enviado para recogerle. Un pesado portón de hierro forjado daba entrada a los enormes jardines que rodeaban la casa donde vivían sus tías. La casa misma era una maciza construcción de finales del anterior siglo, con altas paredes de piedra cubiertas de hiedra y enormes ventanales oscurecidos por pesadas cortinas. Una fuente dominaba el patio principal, y mas allá reposaba una amplia escalinata en la que, al momento de su arribo, esperaban sus dos tías.
Socorro y Dolores, sus tías, lo cubrieron de arrumacos y caricias mientras musitaban palabras de cariño, mezcladas con entrecortadas oraciones en las que encomendaban el porvenir de su sobrino a los mas diversos santos. Ambas eran sorprendentemente parecidas a la mujer a la que Agustín solo conoció como "mamá", pero también eran muy diferentes. Ambas habían enviudado tiempo atras. Ambas tenían portes distinguidos y vestían con una sobria elegancia e impecable gusto. Ambas eran parlanchinas y alegres, pero sin perder el aura de clase que les rodeaba. Ambas eran cultas, y era evidente a todas luces que habían vivido una vida de privilegios. Ambas eran, asimismo, mujeres piadosas y devotas que dirigían extensas oraciones al empezar el día, antes y después de las comidas, y en cualquier otra ocasión que a juicio de ellas lo ameritara.
Fue bajo la supervisión de Socorro y Dolores que Agustín inició una vida ajetreada de caras tutorías privadas, lecciones de piano y equitación, clases de pintura; todo ello saturado de frecuentes visitas a la catedral, oraciones, rosarios y letanías. Fue también bajo el techo de sus tías, pero inadvertido para ellas, que Agustín empezó a vislumbrar el misterio en que, para él, se convertirían las mujeres.
La casa de sus tías era habitada, aparte de Agustín y las tías, por un viejo que hacía las veces de mayordomo, jardinero y chofer; y la esposa del anterior, quien se encargaba de ser ama de llaves y cocinera. También vivian allí dos muchachas, que se ocupaban de las tareas meniales en la casa. Una de ellas era una bonita mulata a la que sus tías tenían evidente confianza y estimación, tanto por su callada disposición, como por su dedicación al trabajo. Era una muchacha delgada y de apariencia modesta, que siempre llevaba su largo cabello negro recogido detrás de la cabeza. Lo único que parecía fuera de lugar en ella era un ocasional destello, que Agustín notaba en sus ojos de vez en cuando. Su nombre era Priscilla.
Una tarde de sábado, poco después de haber cumplido los catorce, Agustín estaba sentado en la sala, absorto en la lectura de un libro. Sus tías habían salido temprano, dejándole solo y, extrañamente, desocupado. Priscilla estaba en la sala, mientras tanto, limpiando las ventanas. Agustín recordaba que, de repente, notó un extraño silencio en la habitación. Levantó la mirada y se encontró con ese destello en los ojos de ella, que le contemplaba con determinación. Después de unos instantes, ella se le acercó lentamente, le tomó de la mano y sin decir palabra lo hizo levantarse y seguirla. Agustín sentía un extraño cosquilleo, un poco mas abajo de su ombligo mientras caminaba tras ella a traves de la casa en silencio, pasando por la amplia cocina, hacia las habitaciones que ocupaba la servidumbre en la parte de atras de la casa. Finalmente, ella le empujó con gentileza al centro de la pequeña habitación, desde donde él la observó cerrar y atrancar la puerta.
Priscilla se volvió, el destello en los ojos aun mas intenso, y se acercó a él con lentitud deliberada. Su mano derecha soltó el cabello, que cayó lustroso y espeso sobre sus hombros. Acto seguido, empezó a desabrochar los botones de la blusa gris de su uniforme, uno a uno, mientras Agustín le miraba sin parpadear. Cuando Priscilla llegó al último botón, abrió la blusa completamente, revelando un par de pechos pequeños y redonditos, coronados por sendos pezones oscuros que, diminutos y turgentes, apuntaban ligeramente hacia arriba. Agustín contempló lo que se le mostraba, reparando en que la anatomía delicada de ella siempre le había pasado inadvertida cuando estaba cubierta por el uniforme.
Ella se quedó allí, con los brazos a los lados, mientras le contemplaba con seriedad; el brillo en los ojos ahora un fuego intenso. Agustín observó cada detalle de la vista que se le ofrecía. Se fijó en la piel oscura y tersa, ligeramente humedecida de sudor. Notó que aquellos senos, perfectos en su forma, se estremecían ligeramente por la respiración entrecortada de la muchacha. Finalmente salió de su estupor y se acercó a ella casi imperceptiblemente. Ella le tomó de nuevo una mano y la condujo con delicadeza hasta hacerla posarse sobre uno de sus pechos, dejándola allí. Agustín sintió la suavidad de aquella piel y acarició con ternura la firme y tibia forma. Sus dedos recorrieron, de la manera mas leve, aquel fruto misterioso. Finalmente apartó la mano y los ojos de ambos se encontraron. Ella le atrajo hacia si, le abrazó estrechamente y dijo: "¡Hay, Agustincito! ¡Vos si sabés como tratar a una mujer!". Ella le levantó la cabeza y le besó firme y largamente en la boca. Las subsecuentes horas se disolvieron en un intenso, húmedo y tibio placer, cargado de sabores y aromas hasta entonces desconocidos, y que aun permanecían indelebles en la memoria de Agustín. Desde aquella tarde ambos procuraban encontrarse furtivamente y pasaban deliciosas horas de mutuo gozo, después de las cuales Agustín gustaba de quedarse dormido al lado de ella, entre las sábanas humedas.
Priscilla salió de su vida de manera repentina. Una mañana simplemente ella ya no estaba allí. Su tía Socorro le informó de forma casual y sin emoción en la voz que Priscilla ya no laboraba para ellos, y que a la semana siguiente Agustín mismo iría al internado donde habría de continuar su educación.
Si la separación de Priscilla le dejó una enorme añoranza carnal, años después sería otra mujer la que se encargara de darle su mayor cicatriz emocional. Mientras estudiaba medicina en la universidad, Agustín conoció a Andrea. Andrea, una encantadora rubia de proporciones estatuescas, era la hija de uno de los profesores en la facultad. Desde que Agustín le conoció, le cedió a ella su propia voluntad. El amor que le inflamaba lo hizo devoto a ella en todo sentido, y se sentía lleno de dicha con el solo hecho de pensar en ella.
Agustín recibía, de manera regular, un generoso estipendio de parte de sus benefactoras, con el propósito de sostener sus estudios, que le permitía vivir muy cómodamente. Aunado a lo anterior contaba con una agradable presencia física y la facilidad de verbo que provenía de su cultivada educación. Todo lo anterior le allanó considerablemente el camino cuando se propuso conquistar a Andrea. Los meses que vivieron juntos fueron idílicos. Agustín se sentía el hombre mas dichoso del mundo, y así lo dejaba saber a quien quisiera escucharle. Dentro de su cabeza bullían planes para la vida que vivirían juntos.
Todo ello terminó abruptamente la mañana que Agustín despertó, para encontrar que ella, también, se había ido. Andrea le llamó por teléfono un par de días después y le sacó de la incertidumbre: "Agustín, no te enojés conmigo. Simplemente comprendí que no puedo vivir con vos. No malinterpretés, no sos vos... soy yo". Y luego colgó, dejándolo desolado. Por seis meses, Agustín se sumió en la desesperación, durmiendo menos y bebiendo mas de lo que su organismo podía tolerar. Al final resolvió levantarse de su pena, al darse cuenta de que la mujer a cuyos pies había depositado su corazón, le había desechado. No comprendía el porqué pero sabía, y estaba resuelto a asumirlo, que no iba a recuperarla.
Siguieron años que Agustín dedicó a coleccionar mujeres, a seducirlas y desecharlas, sin involucrar sus propios sentimientos en las transacciones, ni importarle que alguna de ellas pudiera tenerlos. No recordaba ya cuantas mujeres habían servido para saciar sus apetititos y garantizarle placer a sus sentidos. No sabía cuantos abortos había costeado, o cuantos silencios había comprado.
Aun tiempo después, con el título que confirmaba su especialidad como psicólogo clínico colgando en la pared de su lujoso despacho, Agustín había sostenido un breve noviazgo con la mujer que ahora era su esposa, y cuyo mayor mérito era ser hija del fundador de la clínica de especialidades a la que estaba asociado.
Agustín volvió a ver la misiva que sostenía en la mano. Pensó en las incontables mujeres que había conocido y que, de muchas formas, habían influenciado su vida. Pensaba en la ironía de que nunca había entendido, siquiera superficialmente, a ninguna de ellas. A ninguna, hasta el día en que Soledad cruzó la puerta de su despacho.
Bravo! Sí que entiende a Soledad... digo, me imagino, ya que no la conozco yo tan bien... Oscar, sos un gran mentiroso, que tu valor de escritor es excepcional! Me has dejado con ganas;)
En cuanto a lo que sigue... sugiere que venga la Sole y después Dean, para darle un poco de balance de género y toda la cosa, pero que ellos decidan entre sí... yo con gusto seguiría (sí... mucho gusto) pero así lo dejamos no, a cada quien le toca en el orden que se le otorgó... y después a renovar.
Que bruto Oscar! Genial tu segunda parte!! El que tenia miedo del reto...
Este cuento colectivo cada vez se pone mejor!
Justo iba yo a ofrecer para la parte 3... pero me dan tiempo, me dan tiempo que requiere cocimiento. Lento pero viene!
Ila: Ya veremos si de verdad entiende a Soledad el tipo. Lo de mi "valor" como escritor lo dudo un poco, pero igual te agradezco el encomio. Lo de las ganas... Hmm. Veré si puedo aplacartelas en el futuro con otro capítulo. ;)
Flo: Bruto, lo que se dice bruto no es para tanto. La fchada no me asiste mucho a veces, pero esa es mi cruz! ;)
El cuento colectivo estoy seguro de que va a mejorar. Sole SI tiene verdadero talento en ese ámbito, así que simplemente me voy a echar para atrás en la silla a esperar la publicación de la tercera entrega, que de fijo va a venir bien "jugosa".
Sole: Te paso la estafeta con plena confianza en que no nos vas a defraudar (con tu estilo para escribir no solo no lo vas a hacer, no podés)
"despues de 30 años de estudios aún no he podido dar con la respuesta a la gran pregunta: Que quieren las mujeres?" esto lo dijo Sigmund Freud
Con pena me reporto 10 días después "de los hechos": pena con ustedes por semejante desliz, y pena en el corazón por haberme negado durante tantos días semejante deleite. Oscar, me he leído este capítulo varias veces seguidas sin parar; en cada nueva lectura descubro nuevos secretos escondidos entre las deliciosas palabras con que nos deleitás. If you were afraid to rise up to the ocasion, boy, have you delivered! This is THE goods. Simplemente no hay palabras. Si escribieras una novela de 800 páginas con este estilo, me las leería sin interrupciones para comer, dormir o para hacer cualquier otra insensatez como trabajar o jugar con los hijos.
"¡Vos si sabés como tratar a una mujerç!"
Vos tambien mi amigo, vos también!!!
Me encanta este relato, hay más???
BEsitones!