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2.11.05

Lo que tengo y no

El crujido rítmico de la mecedora en su ir y venir, hacia adelante y hacia atrás, la arrullaba con paciencia y nostalgia, sin prisa, cuando lo que le sobraba era tiempo; aunque su propio tiempo estuviera a punto de acabar.
Todo le dolía en estos tiempos. La artritis empeoraba conforme pasaban los días, los mareos eran constantes y persistentes al punto que había ocasiones en las que no se podía levantar de la cama y la lentitud propia de los años acumulados en su calendario se iba apoderando de más y más partes de su cuerpo con cada movimiento.
Vivía sola en esa casa que fuera de su madre, desde que esta murió hacía muchos años, tantos que ya no llevaba la cuenta. Cuando la viejita se fue, Marta no quiso aceptar el ofrecimiento de su sobrina Carmela de llevársela a vivir con ella, pues dijo que no quería ser una carga y que además, ella se hallaba más a gusto en la acogedora melancolía de aquella casa cuyos olores, rincones y cuadros viejos le recordaban a diario de épocas más felices. Entonces se quedo íngrima y callada, lavando y planchando ajeno, y envejeciendo en la pobreza de su vida hasta que la artritis la hizo desistir y aceptar de su sobrina las comiditas diarias, que le traía calientes al ser la hora.
Esa tarde pensaba, como todas las tardes de su vida por los últimos veintiséis años, en su hijo muerto, su único hijo a quien extrañaba con el alma como si lo hubiera perdido apenas ayer. Bien dicen que no hay dolor más grande que perder un hijo.
Sus recuerdos eran un poco borrosos ya. La distancia, el tiempo y la mitificación de aquel gran amor de su vida habían modificado levemente la fotografía de su memoria, haciéndola recordarlo talvez más alto de lo que era cuando lo vio por última vez, más moreno, más guapo, más parecido a su padre cuando en realidad era un retrato de la abuela, con facciones masculinas. Lo que sí recordaba con claridad era el sonido de su voz y el gorjeo de su risa. Manuel había sido un muchacho muy alegre, muy risueño, siempre listo para atacar al más recio contrincante con una sonrisa antes que una mueca de disgusto.
Por eso saltó en la silla cuando una voz conocida por su corazón la sacó de golpe de sus cavilaciones.
-Upe, buenas, señora.
Levantó la cabeza que ya dormitaba, casi rendida por el sueño insistente de la vejez a merced de un vaivén de madera, y sus ojos no creyeron lo que veían. Se quedó en silencio, no por rudeza ni por mala educación, ni por vieja y despistada, sino porque no pudo hablar. Delante de sus ojos, a la orilla del barandal del corredor, con un pie apoyado en la primera grada que daba al piso de la casa y secándose el sudor de la frente con la camisa arremangada en su antebrazo estaba Manuel, hablándole a ella.
-Señora, me escuchó?
“Estoy muerta”, pensó. “Me morí y Diosito me llevó al cielo y me puso enfrente a mi Manuel, para darme el paraíso. Eso, o estoy loca.” Siguió silente, en espera de algún movimiento más de parte de la aparición, que estaba segura no era más que una ilusión óptica, una broma agridulce de su cabeza platinada.
-Señora…
-Manuel! Sos vos?
El muchacho entonces terminó de entrar al corredor y se le acercó, agachándose a su lado y tomándole la mano con dulzura.
-No soy Manuel. Me llamo José Agustín, pero espero que usted me pueda contar algo sobre ese Manuel del que usted habla.
“Me volví loca”, volvió a pensar. “Estoy viendo la cara de Manuel en un desconocido”.
-Señora, su nombre es Marta? Marta Largaespada?
-Sí- soltó por fin su voz temblorosa –Quién es usté?
-Como le dije, me llamo José Agustín, José Agustín Rivera. Vine desde muy lejos a buscarla a usted, sin saber siquiera si la iba a encontrar.
-Y para qué me busca, joven? Porqué quiere saber de mi Manuel?
-Porque Manuel Largaespada era mi padre, lo que la convierte a usted en mi abuela.
El pecho se le contrajo tanto que pensó que iba a morir en ese momento. Sus ojos se aguaron de inmediato y soltó un suspiro reprimido por siglos, desde aquel día en que se secaran sus lágrimas sobre la tumba de su hijo. No había vuelto a llorar desde entonces. Ni siquiera en el funeral de la viejita. Estaba convencida de que había perdido la capacidad del llanto cuando perdió a Manuel, pero se había equivocado. Agua fluía de sus ojos y le empañaba los sentidos, mientras contemplaba a aquel hermoso muchacho agachado tan cerca de sus manos, como un dios imposible que venía a redimir su duelo eterno. No se aguantó y le tocó la cara. El no se movió, prudente de no interrumpir el momento de emoción de la anciana. Ella le acarició la mejilla y miró sus ojos negros y hondos y siguió llorando. Creyó ver un rocío en los ojos de él pero se distrajo por la tibieza que le produjo en el pecho, la mano de él sobre la propia que todavía reposaba en la cara del muchacho.
-Tenemos mucho de qué hablar- dijo José Agustín.
-Voy a traerle un taburete- dijo, haciendo ademán de incorporarse.
-No, no se levante, yo lo busco- dijo y desapareció en la sala. Los pasos fuertes y pesados de aquel hombre retumbaron en los viejos tablones del piso e impregnaron la casa de un olor a vida que no conocía desde hace mucho. La casa, muerta de tristeza, sonó viva otra vez, aunque fuera por unos segundos. Retornó con un banco guindando del brazo. Lo acomodó de frente a ella y se sentó.
-No entiendo- dijo Marta –yo volví a Costa Rica tres años después de la muerte de Manuel para ver si lo encontraba a usté pero me dijeron que se había perdido el embarazo.
-Eso fue lo que mi abuelo quiso, pero mi madre huyó de la casa antes de que mi abuelo pudiera hacer nada. Me tuvo a mí y se casó con el que hasta hace unos meses creí mi verdadero papá. Verá usted, doña Marta… abuela, puedo decirle así?
Marta no contestó pero sus ojos lanzaron una afirmación tan llena de ternura que no fueron necesarias las palabras.
-Abuela, entonces. Yo estoy a punto de irme a vivir a México, a estudiar con una beca de medicina. Mamá es consciente de que no volveré en mucho tiempo y cuando se lo dije, ella me contó la verdad sobre mi verdadero origen. Dijo que me parecía tanto a mi padre que no encontraba mejor manera de honrar su memoria que haciéndome dueño de la verdad, de su verdad. Mi madre de verdad lo amaba. Ella dice que nunca quiso a más nadie con las fuerzas con que quiso a Manuel Largaespada. Por eso huyó de casa de mi abuelo y nunca más le volvió a hablar, porque ella sabe lo que mi abuelo hizo.
-Sí, yo también lo sé. Ese hombre mató a m’hijo y me mató a mí también.
José Agustín guardó silencio, no sabiendo qué contestar. Acarició una vez más la mano deforme, arrugada y venosa de aquella viejita que se mecía despacio, con la vista perdida hacia la lejanía.
-Abuela, yo llevo meses buscándola porque quiero oír de su boca cómo era mi padre, qué clase de persona fue, qué le gustaba. Mi madre tiene muchos recuerdos de los días que vivió con él pero para mí no son suficientes. Siento que tengo un presente en el que soy feliz, y un futuro que promete cosas buenas; pero quiero tener un pasado también, el mío propio, el verdadero. Y usted es la única persona que me puede ayudar a tenerlo.
Entonces Marta habló. Habló y habló de Manuel como una lora que recién empieza a hablar y no puede callarse ni un momento. Le dijo todo cuanto recordaba de su hijo, que en realidad era su caudal entero de recuerdos pues la corta vida de Manuel se encontraba intacta en un altar de su memoria y ocupaba el espacio total de la misma. Le contó trastadas de Manuel de pequeño y escuchó al nieto reírse con el mismo gorjeo inconfundible de su padre. Quiso llorar pero rió más bien, porque en ese momento se sentía feliz.
José Agustín la escuchó atento y dispuesto, absorbiendo todas sus palabras, digiriendo todos sus recuerdos y haciéndolos propios a través de sus oídos. Estuvieron hablando por horas hasta que se dieron cuenta de que la oscuridad de la noche los rodeaba.
De pronto, cayeron en un silencio profundo. El paso de Ángeles invisibles entre ellos y a su alrededor cerró la visita en una liberadora paz. Ambos se sentían satisfechos, saciados de recuerdos y memorias, de afectos dormidos y sentimientos resucitados.
José Agustín se levantó para irse, sin pronunciar palabra. Luego de mirar a la anciana a los ojos por unos segundos, habló.
-Regreso a Costa Rica mañana a primera hora. Ya es tarde y usted tiene que descansar también. Gracias por recibirme. Gracias por escucharme. Pero sobre todo, gracias, abuela, por darme lo que no tenía.
Al ver los ojos Marta resplandecer con un brillo húmedo, se agachó y la abrazó con fuerza pero con cuidado de no lastimar su frágil anatomía. Así, abrazándola, le susurró en el oído:
-No sé cuándo, pero yo vuelvo.
Y depositando un beso leve en su mejilla, se marchó.

Epílogo: Marta vería a su hijo antes de volver a ver a su nieto, pues murió semanas después de la visita de José Agustín; pero las horas de alegría que vivió con aquel muchacho caído del cielo, compensaron con creces los siglos de pena que su corazón soportó desde la muerte de Manuel.

4 Comments:

Blogger Oscar dijo...

Me dejaste con el corazón en la boca. Le diste un giro sorprendente al tercer capítulo. El tuyo es un talento único, y me seguiré dando de palmadas en la espalda por largo rato aun, de reconocer que soy un excelente caza-talentos.
;)

2:19 p. m., noviembre 02, 2005  
Blogger Floriella dijo...

(al mejor estilo de Sole: ojitos pizpiretos, pestañeo repetido y sonrisa de inocencia...)
GRAZIAZ...

6:19 p. m., noviembre 02, 2005  
Blogger Solentiname dijo...

esteeee... suave un toque... los agradecimientos están patentados... cayendo con el royalty! ;)

El personaje de doña Marta me recordó mucho a mi abuela, que también lloró por años la muerte de un hijo.

8:32 p. m., noviembre 02, 2005  
Blogger cantares dijo...

Excelente!...me gusta como escribes Floriella.

11:21 a. m., febrero 09, 2006  

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