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26.12.05

La última estrella (cuento)

El canto de las olas rebotaba en los dos cuerpos desnudos, tendidos sobre una sábana en la arena. Una línea blanca, producto de la tenue luz de una luna moribunda, marcaba el límite de hombre y mujer en aquella madrugada.
Después de hacerse el amor repetidas veces con hambre adelantada, porque sabían que esa era talvez la última noche que pasaban juntos, sólo se contemplaban uno al otro, comiéndose con los ojos y gritándose en silencio que no aceptaban la separación impuesta por el destino.
Francisco se inclinó sobre su lado derecho hacia Evelyn y con su mano libre inició sobre ella un concierto de roces, deslizando los dedos por todo su cuerpo sin tocarla. Empezó por la cara, pasó por los ojos cerrados, la boca jadeante, el cuello húmedo de sudor, rozó los pezones de piedra, el vientre trémulo y su sexo ansioso, para finalizar en los diminutos dedos de sus pies. La volteó e inició el recorrido de nuevo, rozando la nuca, la espalda lisa e invitante a los besos, sus nalgas redondas y firmes, las pantorrillas torneadas y terminó en los talones erguidos en punta de pies. Su mano la recorrió toda, como quien lanza un conjuro sobre la piel, reclamándola: este cuerpo es mío.
Ella respondió a su tacto volteándose otra vez, atrayendo su sombra lunar hacia ella en un intento por detener el tiempo en ese instante, y quedarse en él para siempre.
Los besos fluyeron al ritmo de la marea y las perlas de sudor de ambos se convirtieron en lluvia cuando volvieron a amarse con la bendición de los primeros rayos del sol.
Evelyn lloraba por dentro, maldiciendo su suerte de haber nacido pobre y haber tenido que prostituirse desde pequeña para poder comer. Su reputación era bien conocida en su mundo, y su dignidad era cosa enterrada desde que recibió los primeros dos mil pesos a cambio de sus retozos sexuales. Se juró a sí misma que nunca se iba a enamorar de ningún hombre, porque ninguno valía la pena. Lo único que les interesaba al final era el sexo y nada más.
No contaba con conocer a Francisco, quien le pagó la primera vez que se acostaron, pero a quien no pudo cobrar las veces siguientes porque mil zompopas hacían caminitos locos en su estómago cuando lo tenía cerca, y estuvo a punto de desmayar por falta de aire en más de una ocasión. No sabía si era amor, pero un cosquilleo en todo el cuerpo y algo muy parecido a lo que debía ser la felicidad la llenaban por completo en la presencia de aquel hombre.
El, por su parte, renegaba de su condición de hombre criado y nutrido desde niño, de día y de noche, por un machismo en su forma más pura; condimentado siempre por la sumisión de su madre y el dominio omnipresente del padre. Ni su familia, ni sus amigos ni nadie en su mundo iba a entender, mucho menos aceptar, que se hubiera enamorado de una puta. Ni siquiera él, que sabía a ciencia cierta y sin lugar a dudas que la amaba como a nadie había amado jamás, lograba superar la barrera del prejuicio.
Por eso, con la clausura del proyecto de desarrollo turístico en playa Brasilito, del cual había sido el gestor, se terminaban sus noches de amor con Evelyn.
Con la luz de la última estrella, uno sobre y dentro del otro, absorbiéndose, entregándose y amándose, dijeron su adiós sin palabras, entre suspiros y lágrimas contenidas; para no volverse a ver en la vida, después de aquel amanecer.

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Confesiones de invierno

(Nota de Ilana: Esto es un trozo de texto robado de una carta más larga, pero me pareció justo compartirles esta parte, ya que me han convidado sus impresiones de San José en época Navideña)

Aquí todo con respecto a la época es muy falso, casi no salgo a la calle, no es cierto, salgo pero a caminar por la playa... he dejado unas series de fotos últimamente en mi blog de la playa aquí, es de una hermosura desolada que me gusta más que nada, no me gustan las playas repletas de bañistas en mallas y apretujadas entre la muchedumbre, prefiero la soledad, el dolor crudo del mar contra las rocas, las dunas abandonadas o propicias para un encuentro amoroso a escondidas y con toda la pasión y temor que eso implica.


En el centro de la ciudad todo está plásticamente alegre, hay luces y gente comprando cosas, cosas y más cosas, sin pensar en si uno necesitara tanta basura. Yo no, me abstengo. Le compré un arbolito de romero a mi nena, y ya está... todo mundo le da tanto que no sé ni por dónde meter las cosas. Prenderemos velas de Hanukah que mi madre me mandó de la otra costa. Yo sólo le compro libros, y ya ni eso, porque tiene un mundo de lectura por delante, como yo, una casita relativamente chica, pero cómoda. Por las mañanas hace frío y las montañas se irguen como águilas, altaneras, de un gris-verdoso, con bosques abundantes dado las lluvias de esta época. El año pasado llovió mucho más que este año, pero no ha llovido sino una noche en las últimas tres semanas, aún así, es época de verdor. El cielo se llena de nubosidades, formas bellas y celajes indescriptibles con el crepúsculo que llega demasiado temprano. Las noches son largas, frescas, a veces con un aire cálido entre el frío como las corrientes de agua en el mar que de repente te
sorprenden por el placer secreto que proporcionan. Huelen a pino y a eucalipto. Las yerbas se pegan, muertas, a la tierra en tonos dorados y no hay gente ya que deambule por la universidad. Los edificios actúan como vigilantes, cobran una vida silenciosa que uno no percibe cuando están llenos de alumnos. Me siento sola, pero me gusta esa soledad, parece una soledad llena de promesa y posibilidad. Me imagino esta soledad como la que tanto me fascina de las ciudades grandes, como Nueva York, o Boston, o el DF de invierno, frío, seco, solo, bello. Sin hojas en los árboles.

Aquí es la tierra del sol eterno, pero no te creas, es un sol aislador, frío, a veces cruel, pero más que nada, el sol es como un
amigo que te acompaña en todas las aventuras, me hace sonreír en mi alma cuando salgo de la oscuridad de mi oficina o mi sala.

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3.12.05

Envidia

Para hablar acerca de mi mismo, he de contarles que yo no escribo, no canto, no bailo, no interpreto ningun instrumento musical, no dibujo ni esculpo ni pinto.

Envidio terriblemente a todos aquellos que, teniendo a su disposición las mismas 28 letras del alfabeto -que yo conozco desde que tenía cuatro años- pueden narrar los quiméricos relatos que me transportan y hacen vivir en los lugares y situaciones que describen; mientras yo no consigo escribir algo que se me antoje mas interesante que una lista de compras del supermercado. Envidio también a los que poseen el divino don de convertir las palabras mas comunes en bellísima poesía; dándoles a esas palabras sentidos completamente nuevos mientras vierten la totalidad de sus pasiones y emociones en los versos que salen de sus plumas.

Siento envidia igualmente de los que, existiendo la misma escala cromática para todos los mortales, pueden plasmar los colores sobre un lienzo, y hacen que de sus lápices y pinceles surjan maravillas que capturan los ojos de quienes las contemplen. Mientras tanto, yo podría dedicarme de por vida -si hubiera en ello alguna forma de redituar de mi actividad- a alimentar los basureros con las arrugadas bolas de papel llenas de mis garabatos y manchones de tinta. Envidio asimismo a los que fueron benditos con el talento de convertir los burdos materiales inertes en creaciones casi vivas; en sorprendentes obras de múltiples dimensiones que pueden reflejar ya la realidad cotidiana, ya los fantásticos productos de sus fértiles imaginaciones. Albergo celos por aquellos que saben observar la vida a traves de un lente, y como resultado nos muestran en imágenes -maravillosamente frescas y nuevas- las cosas mas cotidianas y baladíes que, de cualquier otra manera, pasarían desapercibidas por nuestras miradas.

Envidio a aquellos que pueden vivir físicamente la música, sea la que les viene de fuera o la que ellos mismos llevan por dentro. Yo nunca he sido capaz, al escuchar música, de conseguir que mi cuerpo ejecute nada por encima de un arrítmico espasmo en un pie -que cualquiera que no sea yo podría confundir con un síntoma de alguna patología motora. Hay otras personas, sin embargo, que sienten visceralmente una melodía en cada fibra de sus cuerpos, y son capaces de transmutar las notas en cautivantes contorsiones.

Existen, finalmente, aquellos a quienes les fue concedido el glorioso talento de hacer música. Son ellos los que pueden valerse de la comun escala básica de ocho notas -que han estado a disposición de todos desde los albores de la humanidad- y, sin iterar sobre lo ya creado, pueden con sus melodías y armonías conjurar colores, sabores, formas, parajes y emociones. A ellos también los envidio, porque pueden concebir en sus mentes mundos enteros hechos de notas, porque tienen el poder de convertir un instrumento musical en una extensión de sus propios cuerpos y almas, porque pueden llevarnos con sus notas a esos mundos musicales que han imaginado.

Todos los días le ruego al Creador, en el que creo con firmeza, que nunca permita que yo pierda la capacidad de asombro; que nunca disminuya en su intensidad la emoción primitiva que me estremece cuando veo u oigo algo de intrinseca belleza; que nunca se encallezca la sensibilidad que en mi percibe la emoción que otros sepan transmitir. Y que nunca deje de haber en el mundo artistas de aquellos a los que yo mezquinamente envidio.

Nota: Gracias a Obregón, a Iván, a los Gamboa, a Quín, a Tapao y al resto por un recorte mas para mi album de recuerdos. Ah, y gracias a mis dos entrañables desquiciadas por arrastrarme hasta allí. What takes place in El Variedades, stays in El Variedades.

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