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25.11.05

Checking in

Este... ya saben, he estado M.I.A. por muchas y variadas razones, pero llegué para saludarles a todos los de la sociedad y nuestros queridos lectores (y para agradecer el apoyo moral que me han proporcionado). No es una carta abierta, sino llegué para pasar unos poemitas tristes y sin mayor sentido que residen en una de mis otras casas virtuales, pero por el privilegio de nacer en la lengua bella, pidieron llegar aquí a estas playas lejanas.

Sobre el amor y la necesidad y la diferencia entre los dos (si la hay):

Amor
Mirada avasalladora eres tú
Belleza pura como el agua
Como el cauce del río
Que corre infinito.
Amor vivo
En llamas de desvelo
Arde en mis ojos
En mi piel
En mi alma
En la palabra que ofreces
Para calmar el dolor
De la distancia
De la ausencia
En el reflejo
Destello de luz azul.

Necesidad
El pavor de la soledad
Nos envuelve
Nos arropa y nos desabriga
Nos lanza al vacío
En busca de ese algo
Inalcanzable,
Infatigable,
Inesperado
Dolor de lo que es ser vivo
Y no tenerte
O de ser muerto y vivir dentro de
Tu propia piel.
Oh necesitar más
Siempre más
Sin que nunca sea suficiente
Sin que jamás entienda
Lo que eres de verdad.
Por la imagen deformada de mi propia
Necesidad.

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18.11.05

III Parte: Lo que Soledad le dijo a Agustín.

Doctor, vengo porque tengo un problema sexual severo. Me dedico a la prostitución. Sí, se lo digo de frente para que de una vez nos vayamos entendiendo. No crea que me da pena. Para nada, me preocupa un poco, claro, si no, ni siquiera estaría aquí. Puta no es una ofensa para mí. De hecho hasta siento cierto orgullo cuando alguien me lo dice, u oigo a alguien usando esa palabra para referirse a mí. Yo sé que hay gente que pensaría que estoy loca. Mujeres que se echarían a morir porque les dicen putas. Yo no doctor. Desde muy pequeñita admiraba a esas mujeres que veía, no necesariamente en las calles, pero sí en las reuniones sociales, altas, bonitas, inteligentes, atractivas, el centro de la admiración de todos los hombres, el centro de la conversación, de la atención, de las sonrisas. de los bailes, de las caballerosidades, y también, el centro de la envidia y de los comentarios rastreros de las otras mujeres que no se atrevían, no querían o simplemente no podían ser tan lindas como ella, y por eso le decían puta.

Yo siempre fui un patito feo, ¿sabe usted? Y cuando las veía, a ellas, soñaba que algún día, cuando fuera grande, dejaría de ser una cositica pequeña y tonta para ser un cisne y volar por encima de las nubes.- Y ahora se me está haciendo realidad.

La primera vez fue con un tipo casado, el primero de una lista que yo quisiera que no fuera tan larga. No se engañe ni me compadezca. Yo sabía perfectamente que era casado, pero tampoco me importaba. El compromiso de fidelidad lo tiene que cumplir quien lo asume, no a la que conquistan. Quería dejar de ser virgen y entender de qué era lo que todo el mundo tanto hablaba, así que me busqué a alguien a quien yo le llamara aunque fuera apenas un poco la atención o que por lo menos, fuera lo suficiente pervertido y enfermo como para querer cogerse a cualquier mujer que se le pusiera de frente. Aunque tuviera la mente de una chiquita y el cuerpo de una adulta. Aunque fuera inocente y naïve como yo era. Y lo encontré, doctor, lo encontré. Usted sabe que de esos abundan y de hecho, de vez en cuando lo veo por ahí.

Cuando me ve, se le nota en los ojos que se confunde, no sabe si le soy familiar, si me conoce como a todo el mundo o si fue que me cogió. Si es que aquello no duró ni dos semanas. No tenía nada de especial, excepto el parecido extraño con todos los que lo siguieron: mayor que yo, con el pelo canoso. Sí. Yo le decía que debía tener una cana por cada mujer que lo amó. Se da cuenta? Ni siquiera sirvo para decir cosas ingeniosas o bonitas.

No entendí qué le veía la gente al sexo. No sabía y todavía no sé porqué se desesperan y lo necesitan y solo hablan de eso. Yo no recuerdo la sensación porque no hubo nada que valiera la pena recordar. No. No fue traumático. No, no me dolió nada. Tampoco sentí mucho que digamos. Después aprendí que eso era normal en la primera vez y las segundas y terceras y cuartas veces. Yo me di cuenta después de que así iba a tener que ser con todas las personas que me acosté.

Vengo doctor, porque no me da pena mi condición pero tampoco quiero que me cure de eso o que me saque de mi “error”. Vengo porque necesito que me quite esto que sí siento. Yo me prostituyo por mis vacíos. A cambio de cariño doctor, de un abrazo o de un beso. Aunque sea mentido. Y a veces por menos que eso. Pero nunca por algo tan bajo como el dinero.

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17.11.05

Será como un fuego lento y constante...

Desde el inicio había sido una de esas relaciones extrañas en las que todo estaba decidido mucho antes de que se conocieran. Antes de que siquiera supieran que iban a estar juntos, ya estaba escrito lo que iba a pasar y cómo se iban a suceder las cosas. Como una piedra rodando hacia abajo en una pendiente lodosa, ganando momentum y volumen con cada metro que avanzaba, imparable, inevitable, así había sido el génesis y desarrollo de su historia.
Se oyeron por teléfono primero, cuando ella le pidió una cita para entrevistarlo acerca de su galardonado escrito en Mitología Escandinava. No tenía él espacio en su agenda para las siguientes tres semanas, entonces se comunicaron por e-mail y luego por chat. Después de cada conversación remota, ambos se quedaban con una sensación eléctrica entre la piel y los músculos, preguntándose el porqué de aquella reacción tan rara y sin precedentes para los dos.
Ella no sabía a ciencia cierta cuándo había empezado todo. Talvez cuando él le preguntó por chat si creía en la intuición. Talvez cuando ella le confesó, al ver su foto por primera vez, que lo conocía de algún lado, sin saber de dónde; perturbada porque nunca se olvidaba de una cara. O talvez cuando él le dijo que iban a estar juntos pronto; no que se iban a reunir pronto: que iban a estar juntos. Qué quería decir con eso este hombre?
Ella se preguntaba si la admiración que sentía por la forma en que él escribía, tenía algo que ver con lo que estaba sintiendo, pero lo descartaba pues había conocido a otros autores de temas que le interesaban y fascinaban, y nunca le había sucedido nada parecido. Había algo en aquel hombre, algo que le proyectaba mucha familiaridad, como si lo conociera desde toda la vida. Se hallaba cómoda hablando con él y, aunque no se habían conocido en persona, sentía que podía decirle cualquier cosa y aceptar cualquier cosa que él le dijera, como cierta. La escéptica, desconfiada y maliciosa reportera, vuelta crédula al cien por ciento ante un hombre que nunca había visto siquiera. Nadie que la conociera lo habría creído.
Él no se cuestionaba nada. Sólo estaba seguro de que esa mujer al otro lado de la red de comunicaciones sería suya en determinado momento. No sabía por cuánto tiempo, ni nadie lo podría saber, pero algo en la cabeza le gritaba que así sería. Por eso no tuvo reparo en decirle, en una de esas conversaciones, que había una conexión muy fuerte entre los dos y que eso era tan obvio, como que ella sentía lo mismo.
Ella guardó silencio por unos segundos y luego le preguntó cómo podía asegurar algo que no sabía.
Él le dijo:
–Nada más lo sé.
Se citaron para tomar café en pleno centro de la ciudad, un jueves a las quince horas. Ella llegó primero y maldijo en silencio el no haberse tardado un poco más arreglándose o parqueando. No había querido llegar primero para no evidenciar su compulsiva ansiedad, pero la verdad, se la estaba comiendo la curiosidad por saber si aquel hombre le transmitiría en vivo y en directo, la misma cantidad de adrenalina que le inyectaba cuando charlaban por el chat room. Miraba hacia la puerta con insistencia para ver si lo veía llegar, pero decidió sentarse mejor de espaldas a ella, para evitar parecer más ansiosa de lo que era considerado decente. De pronto, oyó una voz ronca y pausada muy cerca de su oído derecho que le cantaba un “hola” seguido de su nombre como nunca antes lo había escuchado, y un seco escalofrío la recorrió de cuerpo entero. Se volteó para encararlo y se topó de frente con los ojos más negros que hubiera visto en la vida. Su mirada la envolvió como un halo de pasado y el deja vouz se apropió de sus pensamientos. Por eso no se movió cuando él se acercó y depositó un leve roce labios en los de ella. Como si lo hubieran hecho miles de veces antes. Como si se hubieran encontrado siempre en aquel café y su saludo fuera siempre el mismo.
Cuando reaccionó, lo único que pudo hacer fue parpadear con furia, como tratando de despertar de un sueño, y sacudir con gracia la cabeza para volver a sentir contacto con el suelo y bajar de la nube en la que se hallaba perdida.
Él fue directo en ese primer encuentro. Le dijo que no se podía negar lo innegable. La química era aun más fuerte en persona y él le dijo que ambos sabían muy bien adonde iban a terminar eventualmente y ella lo aceptó como algo implícito entre los dos; como algo que no iba a cuestionarse.
Ella no lo podía negar tampoco. Lo sabía. Lo sentía. Lo anhelaba.
La primera vez que estuvieron juntos, solos, desnudos, fue como si una lanza caliente la atravesara de cuerpo entero, a lo largo. Sus besos también la quemaban, dejando llagas en su cuerpo; heridas abiertas que ardían y dolían placenteramente. Todo se había sucedido como en cámara lenta, por lo que recordaba con precisión cada movimiento, cada recorrer pausado de los dedos de él por sus senos, cada incrustación de su pelvis en la suya, cada lengüetazo en sus muslos y su espalda. Murió tantas veces en su piel esa noche que había perdido la cuenta.
Él la había hecho suya aquella primera vez como si de ello dependiera su vida, como si no hubiera mañana, porque llevaba años esperando por aquella mujer de largos cabellos que se desvanecía de placer entre sus brazos, y le daba miedo que al amanecer ella desapareciera con el primer rayo de sol. La había hecho estremecerse hasta las lágrimas. La había hecho gritar hasta ahogarse su voz en un gemido. La había hecho pronunciar su nombre con la fuerza de un trueno lanzado por una deidad femenina. La hizo también clavarle las uñas en la espalda y las nalgas como aferrándose a una tabla de salvación que la libraría de caer en el abismo de placer indómito que él le ofrecía, donde sabía quedarían perdidas su voluntad y su razón para siempre.
Ella, al final, se dejó ir. Se entregó sin contemplaciones ni miramientos a esa pasión intensa que los consumía como un fuego lento y constante, y reconoció la conexión de las dos almas a un nivel más allá de lo imaginado por ella. Casi podía asegurar que se tuvieron que haber conocido en una vida pasada, si no en varias, porque era imposible que existiera una fuerza gravitacional tan fuerte entre los dos cuerpos, sin que ésta tuviera sus orígenes en algo metafísico. No había otra explicación.

Epílogo: Nadie sabe como termina la historia. Ni siquiera se sabe si terminará algún día, pues bien puede seguirse sucediendo vida tras vida, por toda la eternidad.

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11.11.05

Manimal

Él es como un toro cruzado con caballo, boa constrictor, pulpo, camaleón y colibrí. Lo he constatado; de primera mano. Por algún desliz en la genética natural, él reúne en su enorme humanidad las cualidades más distintivas de las especies antes mencionadas.

El colibrí: Los dedos. Sus dedos son como leves alas de colibrí. Revolotean cosquilleantes por la piel que halagan, seduciéndola, para luego declarar como propia.
El camaleón: Él se convierte en el paisaje y luego en mí. Desaparece. Se camufla en la piel. Se pierde en las curvas del cuerpo que cazó. Y su lengua es infinita, dura y ardiente. Su lengua quema y deja marcas.
El pulpo: Las manos. Sólo tiene dos brazos, pero podría jurar que tiene ocho. Sus manos se sienten en todo el cuerpo al mismo tiempo. Palpan y recorren. Descubren y conquistan. Conjuran y hechizan.
La boa constrictor: Envuelve no sólo con sus brazos, sino con todo el cuerpo. Envuelve y ahoga. Asfixia. Mata. Pero mata rico.
El caballo: La sorpresa. No sé qué potencia tendrá, ni siquiera si se podrá medir. Quizá no. ¿Alguien habrá medido alguna vez la potencia de un caballo?
El toro: Embiste y embiste sin parar. No se cansa. Arremete con furia divina y placentera. Y no se cansa. La energía rebosa de su piel como si fuera inagotable. Si de su movimiento sobre mí dependiera la luz eléctrica de esta gran ciudad, la mantendría iluminada por horas.

No sé cómo lo encontré o él me encontró a mí. No sé si debería entregarlo a la ciencia para su estudio por el bien de la humanidad; en especial, el del género femenino. Lo que sí sé es que lo deberíamos poder clonar.

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10.11.05

La Taza del Diablo

"Noir comme le diable, chaud comme l’enfer, pur comme un ange, doux comme l’amour"
C.M. de Talleyrand


Les diré; mi día -mi vida entera- no empieza realmente hasta después de mi primera taza de café. Antes de eso, ni siquiera podría aspirar a considerarme como un ser humano ni siquiera remotamente funcional. Así como la receta de monsieur De Talleyrand, mi primer café de la mañana tiene que ser: negro como el diablo, caliente como el infierno, puro como un angel, dulce como el amor.

Y es que -por crudo que me sea admitirlo- yo soy un cafeinómano. Tengo una incurable adicción a la infame "taza del diablo". La historia de mi vil dependencia tiene sus orígenes en mi infancia (y sí, para cortar de raiz un posible comentario de parte de alguien que ya me imagino ¡aun me acuerdo de mi infancia!). Uno de los recuerdos mas vívidos de mi niñez es el del matutino aroma de cafecito recién chorreado. Mi padre solía ser adepto a una taza del brebaje caliente, preparado con los granos que -uno de sus pasatiempos- él mismo cultivaba, cuidaba, seleccionaba, tostaba y molía. Dada mi corta edad, en esa época solo se me permitía el gozo de aspirar el cálido perfume, pero no el de degustar la bebida que manaba tan celestial dicha. La verdad es que, por mucho tiempo, le resentí a mis padres la prohibición; pero he llegado a comprender que permitirles a sus hijos tomar café les hubiera llevado a ellos a una tumba temprana. Cuatro infantes de naturaleza ya de por si inhumanamente fogosa, los habríamos matado de "colerones" de habersenos permitido acceso irrestricto a semejante "combustible".

Ya siendo yo algo mayorcito -cuando ya podía disfrutar de vez en cuando de una tacita de café- mi padre empezó a padecer de un desorden digestivo que, aunque leve, trajo a nuestro hogar la proscripción de la bebida por parte de un gastroenterólogo (energúmeno a quien se la tuve jurada por años). No siendo yo económicamente autosuficiente por aquella época, y en vista de que en la casa toda la familia debía purgar solidariamente la condena, me vi empujado a la humillante conducta furtiva de mendigar un cafecito cada vez que estaba de visita en casa de algun pariente o amigo. Todo con tal de alimentar mi adicción y evitar la fatídica taza de té o, aun peor, de manzanilla -cuya mera mención me hace estremecer hasta el día de hoy- que en mi hogar usurparon el lugar del noble café.

Soy un cafeinómano. El otro día escuché una frase de David Letterman e instantaneamente se me ocurrió que de mi mismo podría decirse otro tanto: "De no ser por el café, yo no tendría ni una personalidad discernible".

A pesar de que hoy puedo admitir mi dependencia con la frente en alto, no siempre fui capaz de identificar los indicios con claridad. Todo ello cambió -allá por la época en que mi consumo se limitaba a solo unos dos litros al día- cuando, mientras hacía una búsqueda en Google por "wallpaper" con imágenes de café para mi computadora del trabajo, me encontré con un "site" que me hizo detenerme en seco. La página en cuestión se llamaba "Too Much Coffee: Are You A Coffee-holic?", y enumeraba toda una tipología de síntomas para autoidentificarse como un café-dependiente. Si uno creía que diez o mas de los síntomas eran aplicables a uno mismo, podía uno proclamarse como un "cafetero" perdido. De acuerdo con lo que averigüé ese día les puedo decir varias cosas acerca de mi persona que les aclararan la magnitud de mi vicio.

En la playa yo nunca me bronceo; me tuesto. Me emborracho solo para poder "sacarme la resaca" con un café bien cargado. Quisiera reencarnar como una jarra para café. La fecha de mi cumpleaños fue propuesta como día de fiesta nacional en Brasil. La cocaína me deprime. Puedo teclear un promedio de sesenta palabras por minuto... ¡con los dedos de los pies! Cuando se me acaba el café chupo la taza. Soy capaz de bostezar o estornudar mientras mantengo los ojos abiertos. Estuve a punto de bautizar a mis perros "Crema" y "Azucar". Tengo una foto de una jarra para café en mi jarra para café. Alguna vez pensé cambiar oficialmente mi nombre por Juan Valdez. El otro día le dije a una amiga, que vive fuera del país: "I'm just another regular joe".

Uno de los pocos consuelos que tengo -ya sabemos lo de "mal de muchos..."- es saber que comparto mi debilidad con verdaderos grandes de la historia, lo que me lleva a pensar que puede que no esté tan mal la cosa. Napoleón Bonaparte, Oliver Wendell Holmes, T.S. Eliot, John D. Rockefeller Jr., Mark Twain... todos encontraban dificil elaborar un pensamiento coherente antes de su primera taza de café, y todos supieron ensalzar la noble droga con sus palabras. Digno de mención aparte es el caso de J.S. Bach, quien dedicó toda una cantata (su Kaffee-Kantate, de 1732) al deleitable elixir.

Me encantaría poder seguir desahogándome acerca de mi cafeino-dependencia, pero me acabo de dar cuenta -con gran alarma, además- que mi taza de café se quedó vacía. Ahora solo puedo pensar que necesito con urgencia una taza de qahwa, kope, kaffe, kalawa, coffee... café por cualquier otro nombre, con tal de poder volver a mi habitual estado de cafeinado nirvana.



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9.11.05

Tortura

Acógeme en tu seno, mujer,
Que tus pechos despierten mis sentidos
Y permítele a mi alma fallecer
En el suave temblor de tus latidos.
Ahógame en tu seno, amante,
No quiero respirar sino tu pecho
Esa arma blanca, de tortura constante
Que reclama toda mi sangre en tu lecho.
Derrótame en tu seno, señora,
Dobléguenme las curvas de tu sierra,
Que amo la paz que en tus montañas mora
Y me declaro vencido en esta guerra.
Atrápame en tu seno, bandida,
Y no tendrás necesidad de atarme;
Mi voluntad ya la tienes rendida
Ante tus mañas de ladrona-gendarme.
Embrújame en tu seno, hechicera,
Mi alma inmortal a tu pecho conjura;
Hazme que llore, que grite, que muera
Al entrar triunfante a tu cueva oscura.
Entiérrame en tu seno, asesina,
No me dejes salir, por más que quiera;
Mátame lento, doloroso, sin morfina,
Que no hay amor que, sin que mate, hiera.

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2.11.05

Lo que tengo y no

El crujido rítmico de la mecedora en su ir y venir, hacia adelante y hacia atrás, la arrullaba con paciencia y nostalgia, sin prisa, cuando lo que le sobraba era tiempo; aunque su propio tiempo estuviera a punto de acabar.
Todo le dolía en estos tiempos. La artritis empeoraba conforme pasaban los días, los mareos eran constantes y persistentes al punto que había ocasiones en las que no se podía levantar de la cama y la lentitud propia de los años acumulados en su calendario se iba apoderando de más y más partes de su cuerpo con cada movimiento.
Vivía sola en esa casa que fuera de su madre, desde que esta murió hacía muchos años, tantos que ya no llevaba la cuenta. Cuando la viejita se fue, Marta no quiso aceptar el ofrecimiento de su sobrina Carmela de llevársela a vivir con ella, pues dijo que no quería ser una carga y que además, ella se hallaba más a gusto en la acogedora melancolía de aquella casa cuyos olores, rincones y cuadros viejos le recordaban a diario de épocas más felices. Entonces se quedo íngrima y callada, lavando y planchando ajeno, y envejeciendo en la pobreza de su vida hasta que la artritis la hizo desistir y aceptar de su sobrina las comiditas diarias, que le traía calientes al ser la hora.
Esa tarde pensaba, como todas las tardes de su vida por los últimos veintiséis años, en su hijo muerto, su único hijo a quien extrañaba con el alma como si lo hubiera perdido apenas ayer. Bien dicen que no hay dolor más grande que perder un hijo.
Sus recuerdos eran un poco borrosos ya. La distancia, el tiempo y la mitificación de aquel gran amor de su vida habían modificado levemente la fotografía de su memoria, haciéndola recordarlo talvez más alto de lo que era cuando lo vio por última vez, más moreno, más guapo, más parecido a su padre cuando en realidad era un retrato de la abuela, con facciones masculinas. Lo que sí recordaba con claridad era el sonido de su voz y el gorjeo de su risa. Manuel había sido un muchacho muy alegre, muy risueño, siempre listo para atacar al más recio contrincante con una sonrisa antes que una mueca de disgusto.
Por eso saltó en la silla cuando una voz conocida por su corazón la sacó de golpe de sus cavilaciones.
-Upe, buenas, señora.
Levantó la cabeza que ya dormitaba, casi rendida por el sueño insistente de la vejez a merced de un vaivén de madera, y sus ojos no creyeron lo que veían. Se quedó en silencio, no por rudeza ni por mala educación, ni por vieja y despistada, sino porque no pudo hablar. Delante de sus ojos, a la orilla del barandal del corredor, con un pie apoyado en la primera grada que daba al piso de la casa y secándose el sudor de la frente con la camisa arremangada en su antebrazo estaba Manuel, hablándole a ella.
-Señora, me escuchó?
“Estoy muerta”, pensó. “Me morí y Diosito me llevó al cielo y me puso enfrente a mi Manuel, para darme el paraíso. Eso, o estoy loca.” Siguió silente, en espera de algún movimiento más de parte de la aparición, que estaba segura no era más que una ilusión óptica, una broma agridulce de su cabeza platinada.
-Señora…
-Manuel! Sos vos?
El muchacho entonces terminó de entrar al corredor y se le acercó, agachándose a su lado y tomándole la mano con dulzura.
-No soy Manuel. Me llamo José Agustín, pero espero que usted me pueda contar algo sobre ese Manuel del que usted habla.
“Me volví loca”, volvió a pensar. “Estoy viendo la cara de Manuel en un desconocido”.
-Señora, su nombre es Marta? Marta Largaespada?
-Sí- soltó por fin su voz temblorosa –Quién es usté?
-Como le dije, me llamo José Agustín, José Agustín Rivera. Vine desde muy lejos a buscarla a usted, sin saber siquiera si la iba a encontrar.
-Y para qué me busca, joven? Porqué quiere saber de mi Manuel?
-Porque Manuel Largaespada era mi padre, lo que la convierte a usted en mi abuela.
El pecho se le contrajo tanto que pensó que iba a morir en ese momento. Sus ojos se aguaron de inmediato y soltó un suspiro reprimido por siglos, desde aquel día en que se secaran sus lágrimas sobre la tumba de su hijo. No había vuelto a llorar desde entonces. Ni siquiera en el funeral de la viejita. Estaba convencida de que había perdido la capacidad del llanto cuando perdió a Manuel, pero se había equivocado. Agua fluía de sus ojos y le empañaba los sentidos, mientras contemplaba a aquel hermoso muchacho agachado tan cerca de sus manos, como un dios imposible que venía a redimir su duelo eterno. No se aguantó y le tocó la cara. El no se movió, prudente de no interrumpir el momento de emoción de la anciana. Ella le acarició la mejilla y miró sus ojos negros y hondos y siguió llorando. Creyó ver un rocío en los ojos de él pero se distrajo por la tibieza que le produjo en el pecho, la mano de él sobre la propia que todavía reposaba en la cara del muchacho.
-Tenemos mucho de qué hablar- dijo José Agustín.
-Voy a traerle un taburete- dijo, haciendo ademán de incorporarse.
-No, no se levante, yo lo busco- dijo y desapareció en la sala. Los pasos fuertes y pesados de aquel hombre retumbaron en los viejos tablones del piso e impregnaron la casa de un olor a vida que no conocía desde hace mucho. La casa, muerta de tristeza, sonó viva otra vez, aunque fuera por unos segundos. Retornó con un banco guindando del brazo. Lo acomodó de frente a ella y se sentó.
-No entiendo- dijo Marta –yo volví a Costa Rica tres años después de la muerte de Manuel para ver si lo encontraba a usté pero me dijeron que se había perdido el embarazo.
-Eso fue lo que mi abuelo quiso, pero mi madre huyó de la casa antes de que mi abuelo pudiera hacer nada. Me tuvo a mí y se casó con el que hasta hace unos meses creí mi verdadero papá. Verá usted, doña Marta… abuela, puedo decirle así?
Marta no contestó pero sus ojos lanzaron una afirmación tan llena de ternura que no fueron necesarias las palabras.
-Abuela, entonces. Yo estoy a punto de irme a vivir a México, a estudiar con una beca de medicina. Mamá es consciente de que no volveré en mucho tiempo y cuando se lo dije, ella me contó la verdad sobre mi verdadero origen. Dijo que me parecía tanto a mi padre que no encontraba mejor manera de honrar su memoria que haciéndome dueño de la verdad, de su verdad. Mi madre de verdad lo amaba. Ella dice que nunca quiso a más nadie con las fuerzas con que quiso a Manuel Largaespada. Por eso huyó de casa de mi abuelo y nunca más le volvió a hablar, porque ella sabe lo que mi abuelo hizo.
-Sí, yo también lo sé. Ese hombre mató a m’hijo y me mató a mí también.
José Agustín guardó silencio, no sabiendo qué contestar. Acarició una vez más la mano deforme, arrugada y venosa de aquella viejita que se mecía despacio, con la vista perdida hacia la lejanía.
-Abuela, yo llevo meses buscándola porque quiero oír de su boca cómo era mi padre, qué clase de persona fue, qué le gustaba. Mi madre tiene muchos recuerdos de los días que vivió con él pero para mí no son suficientes. Siento que tengo un presente en el que soy feliz, y un futuro que promete cosas buenas; pero quiero tener un pasado también, el mío propio, el verdadero. Y usted es la única persona que me puede ayudar a tenerlo.
Entonces Marta habló. Habló y habló de Manuel como una lora que recién empieza a hablar y no puede callarse ni un momento. Le dijo todo cuanto recordaba de su hijo, que en realidad era su caudal entero de recuerdos pues la corta vida de Manuel se encontraba intacta en un altar de su memoria y ocupaba el espacio total de la misma. Le contó trastadas de Manuel de pequeño y escuchó al nieto reírse con el mismo gorjeo inconfundible de su padre. Quiso llorar pero rió más bien, porque en ese momento se sentía feliz.
José Agustín la escuchó atento y dispuesto, absorbiendo todas sus palabras, digiriendo todos sus recuerdos y haciéndolos propios a través de sus oídos. Estuvieron hablando por horas hasta que se dieron cuenta de que la oscuridad de la noche los rodeaba.
De pronto, cayeron en un silencio profundo. El paso de Ángeles invisibles entre ellos y a su alrededor cerró la visita en una liberadora paz. Ambos se sentían satisfechos, saciados de recuerdos y memorias, de afectos dormidos y sentimientos resucitados.
José Agustín se levantó para irse, sin pronunciar palabra. Luego de mirar a la anciana a los ojos por unos segundos, habló.
-Regreso a Costa Rica mañana a primera hora. Ya es tarde y usted tiene que descansar también. Gracias por recibirme. Gracias por escucharme. Pero sobre todo, gracias, abuela, por darme lo que no tenía.
Al ver los ojos Marta resplandecer con un brillo húmedo, se agachó y la abrazó con fuerza pero con cuidado de no lastimar su frágil anatomía. Así, abrazándola, le susurró en el oído:
-No sé cuándo, pero yo vuelvo.
Y depositando un beso leve en su mejilla, se marchó.

Epílogo: Marta vería a su hijo antes de volver a ver a su nieto, pues murió semanas después de la visita de José Agustín; pero las horas de alegría que vivió con aquel muchacho caído del cielo, compensaron con creces los siglos de pena que su corazón soportó desde la muerte de Manuel.

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