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31.10.05

El Soltero Provisional

Contesto el teléfono y escucho la voz de mi amigo J. que me hace la temida pregunta:

- ¿Aló? ¿Y entonces, que? ¿Te volviste a quedar soltero?

La preguntita - que siempre viene hecha con un tonito de sorna, pero con algo de expectativa implícita también - es asunto de curso obligatorio cada vez que mi mujer sale de viaje.

Les explico. La naturaleza del trabajo que mi esposa N. desempeña le obliga a viajar fuera del país con alguna frecuencia. Generalmente son viajes cortos, como de tres a cinco días cada vez, de esos de agenda saturada y sin siquiera un tiempito libre para una incursión a un "shopping mall" - de esas sin las que ningun viaje es viaje para la mayoría de las mujeres.

Sucede que es invariable que, en cada ocasión que ella tiene que salir de viaje, tenga yo que recibir una llamadita por teléfono con la consabida pregunta - o alguna variante de la misma. Y es que en realidad temo el momento en que suene el teléfono y algun conocido me recuerde que vuelvo a ser "soltero" de manera temporal.

Les cuento que yo soy del tipo de marido tranquilo y caserito. No pretendo con esa confesión ni "hacerme barra" yo mismo para quedar bien, ni encubrir - lo que sería harto torpe - vicios ocultos en mi personalidad. La verdad es que, simple y llanamente, así es como soy. No soy mujeriego, en parte porque la verdad nunca desarrollé el "talento" de la palabra zalamera que se requiere para las conquistas fáciles y breves; ni poseo - a pesar de que no carezco de mi amorcito propio - el porte físico que le allana buena parte del camino a los donjuanes; ni - lo mas importante de todo - tengo la inclinación a serlo. Tampoco soy ni tomador ni parrandero. Mi "receta" es un traguito de whisky que siempre disfruto mejor en la tranquilidad y seguridad de mi hogar. Y como, para terminar de redondear, nací con dos pies izquierdos, pues tampoco soy dado a salir a bailar.

Dadas esas condiciones (¡Que barbaridad, que tipo mas aburrido soy!), se imaginarán que el hecho de que mi media naranja salga de viaje, no representa para mi oportunidad alguna de escaparme y tirar la provervial canita al aire, que mas de uno aprovecharía sin parpadear ni pensarselo dos veces.

Marginalmente he de acotar que, de haber tenido yo una naturaleza mas dada a perseguir faldas y andar "de pachanga", tampoco me habría sido nunca posible. Mi esposa N. desarrolló, desde el inicio de nuestra vida conyugal, la habil estrategia de dejarme copado cada vez que sale de viaje. Siempre me deja una agenda preestablecida de compromisos:

- Mami te invitó a almorzar el lunes, y mi hermana L. dice que vayás en la noche a cenar a su casa. El martes dice tu mamá que vayás allá porque te quiere hacer un arrocito con pollo, y tus hermanas dicen que porqué no las llevas a comer en la noche. El miércoles...

Etc, etc.

Y para llenar los intersticios entre una comilona y otra - en las que siempre estará allí presente o una pariente o una amiga, a la que estoy seguro se le encomendó vigilarme de cerquita; no vaya a ser que aproveche yo para descarriarme - también me deja una lista de seis o siete páginas de tareas que tengo que llevar a buen término mientras ella este fuera. Siempre me queda encargado llevar a los perros al veterinario, recoger la ropa en la tintorería, hacerle a ella algun pago pendiente de la tarjeta de crédito, algo que tengo que pintar o reparar en la casa, cortar el pasto ... ¡Aun así yo lo haya cortado dos días antes de que ella se vaya!

Adicionalmente a lo anterior, durante todo el viaje recibo de ella llamadas telefónicas, faxes, mensajes de texto en mi celular, llamadas en el Messenger; todo ello indudable muestra de el amor que me profesa, pero también motivado por el oculto objetivo de cerciorarse que su maridito no esté en ningun lugar que no deba ni con ninguna persona cuya compañía no sea aprobada. En definitiva me deja cortada la retirada, de toda suerte que - si yo repentinamente cambiara mi personalidad y desarrollase la urgencia de desbocarme cuando ella se ausenta - no pueda yo ni parpadear.

Pero, volviendo yo por mis fueros, les decía que siempre temo la llamada de algun conocido que me recuerda que me quedé soltero de manera provisional. Y la razón es que la ausencia de mi conyuge desencadena un terrible y vertiginoso proceso en el que se deshilacha la reconfortante tranquilidad de mi normalidad diaria. No estando mi esposa en casa, me aprovecho de la "flexibilidad" de horario y me quedo "blogueando" en la oficina hasta tarde después de cerrar mi negocio, o paso larguísimas horas jugando "Gran Turismo" frente al televisor en la casa. Cuando por fin noto que, de tanto estar frente a una pantalla, mis ojos empiezan a emitir un sonido rasposo al parpadear; me doy cuenta del primer síntoma de mi decadencia.

Otro indicador de que estoy sufriendo de la pérdida del norte rector - que mi esposa representa para mi - son los platos y vasos sin lavar que empiezan a apilarse en la cocina. Y ni siquiera sucede como resultado de que yo posea alguna habilidad culinaria whatsoever. Mi incapacidad para cocinar es mucho mas que evidente - no conozco a otra persona que consiga quemar el agua al calentarla. Cuando me quedo solo en casa me limito a pedir pizza a domicilio, a prepararme emparedados de jamón y queso, y redondeo la dieta con cereal (seco y directo de la caja a la boca, como Dios manda) y cerveza. Lo que me deja mas perplejo de todo el asunto es que, para el segundo o tercer día, pareciera que hasta la última pieza de la vajilla está apilada en la pirámide de trastos sucios que se yergue en el fregadero.

De allí en adelante todo es cuesta abajo. Misteriosamente se me empieza a olvidar rasurarme en las mañanas. Al vestirme me pongo lo primero que encuentro, y salgo a la calle con unas combinaciones de colores que me ganarían la desacreditación de cualquier gremio de espantapájaros. La cama se queda sin hacer, y cuando vuelvo a la casa en la noche ya ni me percato de que estoy dejando ropa sucia como sutil decoración en varios lugares del piso.

Y eso es solo lo material. Casi me da vergüenza confesar que, durante mi última soltería temporal, me sorprendí a mi mismo succionandome con fruición el pulgar; lo que solo consigo explicarme como la mas bizarra regresión, causada por la aguda deprivación afectiva con que me dejan los viajes de mi mujer. Mi fibra moral se desintegraba alarmantemente.

***

Siempre que llega el día en que voy a recibir a mi esposita al aeropuerto la recibo con un afectuoso y sincero:

- ¡Hola, mi amor! ¡Que falta me hiciste!

Y secretamente me regocijo de poder tenerla de nuevo a mi lado. No disfruto para nada el haber tenido que ser, de nuevo, un "soltero" provisional.

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27.10.05

Antes del adiós

El bus duró una hora y veinte minutos en llegar desde la frontera hasta el puente de Potrerillos, donde se bajó. Caminó hasta la caseta de la Guardia Rural y preguntó dónde quedaba la finca llamada Portones Negros. Le dijeron que tenía que devolverse cinco kilómetros. Ya iba a empezar a andar pero uno de los guardas le dijo que un carro salía para allí en un rato y que la podía llevar. Le agradeció el gesto y esperó.
Mientras el carro iba en marcha, aumentaba su ansiedad por llegar y abrazar a su hijo fuerte contra ella. Lo curioso es que la ansiedad se le manifestaba en forma de una fuerte opresión en el pecho. Estaba preocupada. Tenía más de dos meses de no saber nada de Manuel. Le parecía raro que ni siquiera hubiera mandado una carta, con sus letras chuecas y espaciadas. La abuela había cumplido años la semana pasada. Noventa y dos. Todavía estaba esperando carta de su nieto, quien nunca se olvidaba de esa fecha. Y los reales que les mandaba, aunque no eran muchos, no habían llegado en dos quincenas. Esperaba que fuera que estaba muy ocupado y no que le hubiera pasado algo. No, no lo creía. Las noticias cuando son malas vuelan y no se había sabido nada.
En diez minutos llegaron. Le dio las gracias al chofer por el favor y se encaminó hacia la que parecía ser la casa principal de la finca. Un chiquillo jugaba frente a la puerta y al verla salió corriendo alrededor de la casa. Reapareció por la puerta del frente, escondiéndose tras las enaguas de una señora grande y gorda que se secaba las manos en el delantal.
-¡Buenas!- dijo.
-Buenas tenga usté. ¿Qué se le ofrece?
-Me llamo Marta Largaespada. Vengo a buscar a m’hijo, Manuel. Me puede decir dónde encontrarlo, por favor.
La mujer volvió a ver al niño que bajó la mirada y se esfumó en la fresca oscuridad de la casa. La encaró de nuevo y le ofreció su mano regordeta.
-Yo soy Petrona, la cocinera. Pase pa’delante, por favor.
La siguió hasta la sala, donde el calor del mediodía se disipó. La apretazón en el pecho aumentaba con cada paso. Continuó hasta la cocina y la mujer le arrimó una silla, haciéndole ademán de que se sentara. Con la cabeza le dijo que no.
-¿Me puede llamar a Manuel?
-Señora, Manuel no puede venir.
-¿Cómo que no puede venir? ¿Salió? ¿Dónde está?
-Siéntese mejor.
-No quiero sentarme. ¿Dónde está Manuel?
-Señora, su hijo está muerto.
Sintió las rodillas doblarse y pegar duro contra el suelo de tablas, seguidas por su hombro izquierdo y su cabeza. Después no sintió nada.
Cuando abrió los ojos otra vez, estaba sentada en uno de los taburetes de la cocina, sostenida de un brazo por la robusta mujer y del otro por un hombre moreno y de nariz larga que no estaba ahí antes. Le ponían en la cara un trapo que despedía un olor penetrante, que hizo que le doliera la nariz por dentro.
-¿Se siente mejor?- le preguntó el hombre.
-¿Dónde está mi hijo?- insistió.
-Su hijo murió, señora- respondió él.
-Pero…¿cómo?
-Lo mataron. A machetazos. En un potrero cerca de aquí.
La mujer gorda callaba y le pareció ver lágrimas en sus ojos, pero no podía asegurarlo pues todo estaba borroso.
-Quién…¿quién lo mató? ¿Porqué?
-Creemos que fue el padre de una novia que tenía, a quien dejó embarazada.
-¿Cómo que creen? ¿No saben con seguridad?
-Sospechamos que él fue, porque poco después se fueron de acá. Toda la familia.
La cabeza se le hacía grande y pequeña. Sentía que se le iba a estallar. Y todavía no veía bien.
-¿Cuándo pasó? ¿Por qué no me avisaron? Por Dios…
-Hace un mes. Con la última luna llena. No supimos adonde dirigir el telegrama. Manuel nunca nos dio su dirección.
-¿Dónde está? ¿Me pueden llevar? Por favor…
El hombre se levantó de donde estaba agachado y la ayudó a levantarse, pero sus piernas no reaccionaron por lo que volvió a caer sentada. Agarró fuerzas de donde no tenía y se levantó al segundo intento.
La llevaron atrás de la casa, cerca de un matapalo donde estaba una cruz de madera, con el nombre de su Manuel pintado en azul. Sus rodillas cedieron de nuevo y cayó frente a ella. Esta vez, llevó la cara hasta la tierra seca y la regó con agua de sus ojos. Lloró hasta que se le vació el alma. Pensó en todas las cosas que no le había dicho a su hijo. En su risa zalamera. En sus ojos soñadores. En sus palabras de cariño para ella y para la abuela.
Volvió al día en que se despidió de él. Si hubiera sabido que no lo volvería a ver más lo habría abrazado tan fuerte. Lo habría besado tantas veces. No lo habría dejado ir. ¡Cuántas cosas podría haber hecho antes del adiós! Pero ahora de nada valía lo que hubiera podido ser. Su Manuel ya no estaba, ni estaría nunca más. Regresó a Nicaragua con las pocas cosas que tenía, con un hueco en el estómago y un vacío en el corazón, que no se llenaría jamás mientras viviera.


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24.10.05

En Un (mi) Mundo Perfecto...

Venimos a este mundo y desde el primer instante estamos sujetos a las leyes, principios, normas y cánones de las índoles mas diversas. Algunas son, en principio, ineludibles - hasta la fecha nadie ha conseguido vencer con éxito la Ley de Atracción Gravitacional propuesta por Sir Isaac y caer de abajo hacia arriba; creo. Otras son impuestas por el o los círculos sociales en que nos desenvolvemos. Tenemos que someternos a leyes, reglamentos, señales de tránsito, horarios de trabajo, etc.; so pena de ser ostracizados o castigados por nuestros congéneres. Aun otras mas son de naturaleza autoinfligida: la religión, la moral, las buenas costumbres y que se yo que otra cantidad de normativas que nuestra conciencia acepta como valederas y nos hace ceñir nuestra conducta a ellas.

A veces, en mis ratos de ocio, me entretengo a mi mismo pensando en un mundo "perfecto", hecho a mi medida y antojo, en el que algunas de esas leyes que rigen nuestra existencia terrena pudieran ser "dobladas" a veces. Les aviso que no necesito que alguien venga a ponerme de vuelta en la realidad. Es simplemente una "vacación mental" que me permito a veces. Después de todo, mi fantasear no le hace daño a nadie ¿o si?

***

En mi mundo perfecto podría yo librarme impunemente de la necesidad de emplear "¡" o "¿" al inicio de una frase que exprese interrogación o exclamación, o del uso de la tilde para acentuar las palabras. Comparto la opinión (¿o será que él comparte la mía?) de un académico que califica a los tres signos como decorativos pero superfluos. La razón de lo anterior, en mi caso al menos, es la permanente tortura que acarrea el tener que estar siempre pendiente de puntuar y acentuar correctamente todo lo que escribo, y la consiguiente merma en el disfrute que escribir me produce. Como ya anticipo la airada respuesta de cierta colaboradora de este blog; me voy a escudar (How conveeeeenient! Right Ila?) en la carta abierta a la Real Academia que escribe el supra citado Miguel Garci-Gómez, quien dispone de todos los argumentos que a mi me faltan.

***

En mi mundo perfecto comunicarse con una mujer sería un poco mas fácil. No seré yo quien niegue que las mujeres y los hombres somos diferentes ¡Vamos! Cualquiera con un dedo y medio de frente - y a quien no se le haya declarado ceguera legal - puede darse cuenta de ello. Los diferendos entre hombres y mujeres deben tener a su haber mas conflictos armados que la suma de los que han sido causados por intereses económicos o diferencias religiosas.
El asunto es que parece que no fuera suficiente que seamos diferentes. Para agravar las cosas las mujeres tienen su propio idioma. Si; hay palabras o frases que a primera vista son ordinarias y comunes a ambos géneros, pero bajo un examen mas detallado nos damos cuenta que las mujeres les asignan significados totalmente apartados de lo convencional. Sirvan los siguientes casos para ejemplificar lo que digo:

Está bien.
Expresión empleada por las mujeres para poner punto final en una discusión. Denota que ellas tienen la razón e indica al hombre que, a partir de su emisión, es preferible que se quede callado.

Cinco minutos.
Si la mujer en cuestión se está alistando para salir (vistiendose, peinandose, maquillandose), el lapso de tiempo implícito puede comprender de entre treinta minutos a una hora. Cinco minutos son cinco minutos exactos en el caso de que ese sea el tiempo que la mujer le otorga al hombre para que vea el juego en televisión antes de levantarse y ayudarla con algo en la casa.

Nada.
Cuando el hombre le pregunta a la mujer sobre qué le sucede y ella le replica "Nada"; esa palabra equivale a la calma antes de la tormenta. Toda discusión que tiene su inicio con "nada" usualmente concluye con un categórico "está bien".

Adelante, hágalo.
Esta frase no implica un permiso. Es un reto. Todo hombre que valore su tranquilidad se abstendrá de hacer lo que se le está diciendo que haga.

¿Hoy me veo mas gorda que hace un mes?
Nadie ha conseguido entender cual es la intención de las mujeres cuando formulan una pregunta de esta naturaleza. Lo que es claro es que no existe una respuesta satisfactoria. De ser contestada afirmativamente conlleva un silencio prolongado, y el eventual "nada" cuando dignan volver a comunicarse. De respondérseles de manera negativa, el resultado será una interminable carga de preguntas adicionales: ¿Entonces, antes estaba gorda? ¿Estoy demasiado flaca? Ad infinitum, ad nauseam. La única estrategia válida conocida por el hombre a la fecha es pretender no haber escuchado la pregunta y salir con prisa de la habitación con la primera excusa que se nos ocurra.

***

Todo lo anterior es en broma... ¡al menos parcialmente! Lo que si es cierto es que a veces sueño con mi propio mundo perfecto. En mi mundo perfecto la pluma sí sería siempre mas fuerte que la espada. Todos naceríamos iguales, en lugar de que algunos tengan que gastar buena parte de sus vidas ganandose esa igualdad. En mi mundo perfecto la gente haría favores a cualquiera en la calle, sin esperar secretamente ni un "gracias", sino sabiendo hayar auténtico regocijo en dar algo a otra persona. Sabríamos enfatizar lo positivo mientras nos sobreponemos con gracia a lo negativo que nos suceda, y seríamos preeminentemente optimistas...

¿Soñás vos con tu propio mundo perfecto?

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22.10.05

Chao Luna... (cuento)

Tirado boca arriba sobre el suelo, Manuel Largaespada contemplaba la luna llena de esa, su última madrugada; con la boca seca y semiabierta le hablaba con el pensamiento.
Desde que era niño, en su natal Rivas, le había gustado conversar con ella en silencio cada vez que la veía aparecer grande y renovada en la densa noche, como un ojo blanco observándolo todo desde el infinito.
Cada mes tenía algo nuevo que contarle. Que se le cayeron los dientes de enfrente; que no pudo ir a la escuela por falta de real; que la hija de la patrona de mamá le estaba enseñando a leer y escribir. Desde que tenía memoria, la luna llena siempre había estado ahí para él: atenta, silente y mágica. Ahora la miraba sin tener certeza de cuánto tiempo más podría seguir haciéndolo.
Su mente volaba hasta el momento en que la cosa se puso tan fea en su pueblo que no había trabajo y el que había era muy mal pagado, entonces decidió emigrar hacia el país del sur. Encontró trabajo en una finca en Potrerillos, un pequeñísimo pueblo noventa kilómetros al sur de la frontera. Primero estaba a cargo de cuidar los caballos; darles agua y comida, aperarlos cuando fueran necesarios y avisar si alguno daba señas de estar enfermo. Luego le encomendaron la tarea de arrear las vacas de ordeño hasta la quebradilla cercana para que bebieran agua y pastaran en los alrededores.
Un día de esos, mientras las vacas rumiaban el almuerzo y Manuel Largaespada se refugiaba del fuego del aire bajo la sombra de un matapalo, la vio. Fue como una aparición pues era la cosa más linda que había visto jamás. Morena como una tapa de dulce y de seguro tan dulce como una. Su pelo lacio largo y profundamente negro se movía sobre la espalda al compás de sus caderas. La faldita amplia solo dejaba ver la mitad de las corvas, perfectas y brillantes, coronando un par de pies muy pequeños. Los ojos, tan negros como el pelo, estaban enmarcados en una cara de gata montuna que lo terminó de cautivar. Por el tamaño y la estructura de sus huesos pudo adivinar que se trataba de una niña, de unos trece o catorce años a lo sumo. Y tuvo razón.
Juanita Castillo acababa de cumplir los doce y se dirigía a la quebrada con una tinaja, a recoger agua fresca para llevar de vuelta a su casa. Lo vio viéndola y volteó la cara con rapidez, al tiempo que apuraba el paso. Bajó a la quebrada, llenó la tinaja, subió de nuevo y sin volver a ver hacia el matapalo, siguió su camino de regreso.
Manuel Largaespada no pudo pensar en otra cosa desde ese momento. Todos los días esperaba ansioso verla pasar con la tinaja apoyada en la cadera, meneando sus ancas de un lado a otro y devolviéndole la mirada con el rabo del ojo.
Pasaron semanas antes de que se atreviera a hablarle, pero después de ese primer paso todo fue sucediendo como por obra del cielo; a Juanita Castillo también le gustaba el muchacho que la deseaba oculto bajo la sombra del matapalo. En un día caluroso como pocos, la abordó a la orilla de la quebrada; la sedujo con sus manos ásperas de peón y se amaron con la intensidad y la premura del primer amor. El sabía que lo que hacían no estaba del todo bien pues era diez años mayor que ella, pero no había nada que pudiera hacer para evitar que se le quemara el alma cada vez que la tenía cerca. Y si el precio por tenerla era arder en el infierno, estaba dispuesto a pagarlo. Siguieron viéndose pues, cada día en el mismo lugar, amándose sin interrupciones y sin creer que pudieran ser más felices.
Un jueves al medio día, Manuel Largaespada se tomaba una sopa de albóndigas que doña Tona, la cocinera de la finca, había hecho como solo ella sabía. Con el calor de la hora, el sabor humeante de la sopa y el chile picante que le había echado de más al plato, pronto estaba chorreando agua por la nariz. Se limpiaba con el puño de la camisa cuando llegó Lito, el hijo del capataz, a decirle que don Agustín Castillo lo esperaba en el corral de los terneros para hablar un asunto urgente con él. Ya se esperaba la visita y tenía pensado lo que le iba a decir al padre de su amada, por lo que se levantó y se dirigió con prisa hacia donde lo esperaba. Le diría que quería casarse con Juanita, que ya tenía visto el lugar donde hacer su casa y todo cuanto había planeado para los dos desde el primer día en que la vio.
Cuando llegó frente a él, Manuel Largaespada extendió su mano para saludar, pero se quedó con el aire entre los dedos porque lo único que recibió como respuesta fue:
-Lo espero hoy a las once de la noche en el potrero del matapalo. Lleve su machete.
Don Agustín Castillo subió a su caballo y partió a galope.
Ni siquiera lo dejó hablar. Manuel Largaespada ya conocía la fama de bravo que tenía don Agustín Castillo, y pensó en no ir a la cita, que tenía más cara de duelo que de petición de mano, pero se creyó capaz de convencerlo hablando como los hombres. De todos modos iba a llevar su machete; uno nunca sabe. Faltando un cuarto para las once empezó a caminar hacia el lugar indicado. Miró hacia el cielo y vio a su luna fiel iluminándole tristemente el camino.
Al llegar al matapalo vio una sombra sola, que reconoció como la de don Agustín Castillo. Un brillo metálico surgió del final de uno de sus brazos y comprendió entonces que sería inútil tratar de razonar con ese hombre que ya había desenvainado su machete, esperándolo. Cuando estuvo a diez metros de distancia de su oponente, Manuel Largaespada gritó:
-¿Me va a dejar hablar don Agustín?
-¡Usted y yo no tenemos nada que hablar! ¡Yo lo único que quiero es matarlo! –replicó.
-Pero yo quiero a Juanita, ¡de verdad! Y quiero casarme con ella… –empezó Manuel Largaespada, pero no lo dejaron terminar.
-¡Cállese hijueputa! ¡No diga el nombre de mi hija! -ladró don Agustín Castillo, y se abalanzó sobre él con el machete en alto. A Manuel Largaespada no le quedó más que defenderse.
Los metales chocaron sin piedad y sin tregua, una y otra vez, lanzando chispas y campanadas lúgubres a lo largo del potrero. A pesar de que le doblaba la edad, don Agustín Castillo era un poderoso contrincante: fuerte, lanzado y muy diestro con el machete. Y fue en un descuido de Manuel Largaespada que un arrebato de destreza y el filo imposible del arma contraria le abrieron de par en par el abdomen, de izquierda a derecha, con la facilidad con que una mano parte el aire.
Cayó tendido boca arriba, llevándose las manos al estómago, intentando en vano de lanzar un grito de dolor. La boca se le secó de inmediato y no tuvo fuerzas para emitir ni un sólo sonido más. Vio la sombra que se acercaba sobre él y la oyó decir:
-¿Sabe qué, perro? Prefiero a Juanita muerta que casada con uno como usté. ¡Ah! Y el bastardo que lleva en el vientre, ¡olvídese, porque ese no nace!
Y como para acentuar aún más su desprecio, si eso era posible, escupió con fuerza en el zacate y se alejó con pasos largos y firmes.
Manuel Largaespada miró de nuevo a la luna, sintiendo cómo la vida lo iba abandonando despacio mientras se desangraba por el medio de su cuerpo. Sentía el calor de la sangre empozada debajo de su cintura, pero sus extremidades estaban frías como el sereno de la madrugada.
Antes de que la muerte lo tocara con su irrevocable mano, esbozó una sonrisa hacia la luna llena, despidiéndose de ella y del mundo, pero no con un adiós definitivo porque estaba convencido de que adonde se dirigía ahora, estarían más cerca de lo que nunca habían estado.

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19.10.05

Hay una hora de la noche en la cual todo parece posible,
una hora en la cual no hay nada prohibido,
nada perdido,
torcido
roto,
confundido
el hilo entre el aquí y el allá
desvanece,
paulatinamente,
como gotas de agua
evaporadas en la piel.
Es la hora de la noche que llama
con fuego,
llama ardiente desde adentro
que purga,
estira
estrecha la distancia
y la nota musical
cae,
sobre sí,
en un espiral
hacia la nada.
Es la hora de la noche en la cual todo
todo,
todo
dice sí.

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18.10.05

Tres segundos y todos los demás

Primer segundo: Cruzo el umbral. Nos miramos a los ojos. Caminamos dos o tres pasos uno hacia el otro hasta que los pechos chocan al mismo tiempo que los labios. Una lengua encima de la otra, alrededor y a los lados, metidas las dos en una cavidad oscura, continua y extendida hasta el infinito. Con los brazos tratamos de desafiar a la física, queriendo lograr que dos cuerpos ocupen el mismo espacio y tiempo. Dos como uno, separados sólo por textiles intrusos, nos convertimos en un rodillo que colorea de ganas todas las paredes de aquel cuarto cúbico hasta la altura de los hombros, repasando con las espaldas el amarillo limón en aceite mate.
Segundo segundo: Nos sentamos frente a frente. Medio metro entre las sillas parece más de un kilómetro. Se acercan las sillas y se sueltan las manos. Veinte yemas recorren la piel alternando caricias, en perfecta sincronía con las dos bocas incansables. Mis dedos entre tu pelo corto se resbalan hacia el cuello y luego a la espalda. Los veinte exploradores se entrelazan y las miradas se enredan entre sí. No hay palabras, sólo vibraciones y deseo. Con tus mejillas entre las palmas de mis manos y tus ojos clavados en los míos te digo a gritos mudos lo que siento por ti.
Tercer segundo: Me paro frente a la ventana. La abro y siento el aire fresco pegarme en la cara y en el alma. Siento también tus brazos firmes y maniáticos rodearme por la cintura, con tu pecho presionando mi espalda. Tu aliento me calienta el cuello con cada exhalación y me provoca cosquillas en la parte baja de la espina dorsal. Me volteo y te abrazo. Dejo que el aire me despeine más de lo que estoy. Te beso de nuevo en un adiós eterno. Me separo de tu cuerpo y salgo de la habitación.
Todos los segundos siguientes: Sola, caminando por la calle, miro hacia arriba al balcón de tu ventana y pienso en todo lo que pasó en tres segundos. Ni siquiera me viste. En tan poquísimo tiempo no hay forma de que me vieras. No recuerdas lo que pasó ni quién soy. Para ti ni siquiera pasó. Tan solo soy un fantasma que te visita en sus pensamientos, a diario. Cada vez que paso por tu ventana. Cada vez que el viento me lleva hasta allí. A fuerza de sugestión algún día me recordarás. Me verás pasar a tu lado por la calle y pensarás que me conoces. Hasta podrás creer que en alguna oportunidad hemos conversado. Y yo seguiré aquí esperándote. Soñando con el día en que tus labios se conviertan en los míos por una porción de realidad más larga que tres segundos.

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Nuevo reclutamiento

La gerencia de "De Blogueros y Blogs" se complace en anunciar que nuestro staff cuenta con nuevo talento recién reclutado. Les presento a todos a Floriella, a.k.a. La Gata Vaquera. Les agradeceré que le den la bienvenida calurosa que merece y los invito a todos a que, con un virtual aplauso, le hagamos saber que esperamos, desde ya, su primera de muchas contribuciones.

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Enmienda

Hago aviso público a todas las partes interesadas de que, a instancias de la muy respetable Sirenacanta, este sitio cambia su nombre a partir de hoy, de "De Blogeros y Blogs" a "De Blogueros y Blogs". Ruego mil perdones a Sirenacanta por mi réplica a su comentario que, si bien fue hecha con intención humorística, puede herir su susceptibilidad. No es mi intención el alienar a nadie con mis torpes respuestas, sino que por lo contrario le ofrezco a Sirenacanta, siempre y de corazón, las puertas abiertas de nuestro humilde blog.

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Crossroads

Ya que mas de la mitad de los visitantes de "De Blogeros y Blogs" provienen de Costa Rica, y del resto muchos son ticos, o al menos conocen el país; supongo que la situación que a continuación describiré no les es extraña. Un fenómeno interesante - si se me perdona el eufemismo - en las calles de Costa Rica, son las intersecciones que, a pesar de ser transitadísimas, carecen de dispositivos electricos que emitan señales luminosas para el control del flujo circulatorio. Sí, no tienen semáforos. En esta tierra de cuento por supuesto que imposible es soñar con que haya un oficial de tránsito supliendo tal ausencia, al menos durante las horas pico; de toda suerte que la mayoría de las veces no nos queda otra que ver desfilar vehículos - casi siempre a una "despeinante" velocidad de 12 k.p.h., y "bumper" contra "bumper" - a lo largo de la calle que pretendemos atravesar, o a cuya corriente pretendemos sumar nuestro vehículo.

En la ruta que recorro todas las mañanas desde mi casita hasta mi trabajo, tengo que enfrentar, no una, sino tres intersecciones de naturaleza similar a la que acabo de explicar. Ello acarrea consigo como resultado que - no obstante no comprender en exceso de tres o cuatro kilómetros en total - el trayecto hacia, o desde mi laburo, la mayoría de las veces acapare casi media hora de mi jornada.

Cuando se trata de enfrentar una de esas intersecciones malditas, yo tiendo a emplear una de las varias estrategias que he ido desarrollando a lo largo de los años. Cuando sucede que me he levantado temprano y dispongo de tiempo de sobra - lo que se presenta con menos frecuencia que un avistamiento del cometa Hyakutake - inclino hacia atrás mi asiento, enciendo una pipa y me deleito en digerir - dependiendo del intervalo de tiempo requerido para poder volver a circular - entre uno y tres capítulos del libro que esté leyendo por esos días. En otras ocasiones, al llegar a la señal de alto, opto por ir adelantando mi automovil de forma sutil y centímetro a centímetro; encuñandome en el flujo vehicular hasta que eventualmente me convierto en un trombo y al resto de los choferes no les queda otro remedio mas que permitirme pasar. Esta técnica siempre implica las consiguientes miradas fulminantes, las mal intencionadas referencias a mi madrecita, y el riesgo latente de que un chofer de autobus, de esos que tienen escriturado a su nombre el ancho completo de la vía, nos deje - a mi carrito y a mi -en un desagüe el día menos esperado.

Cual habrá sido mi sorpresa cuando ayer, al llegar al primero de tales suplicios viales, vi a un chofer que me invitaba con la mano a colocarme delante suyo en el atolladero al cual yo pacientemente esperaba ingresar. La tibia sensación de afecto por mis congéneres que esa concesión provocó en mi corazón se acrecentó cuando, al llegar a la segunda intersección, una damita - que para redondear era de complexión en extremo agradable a la mirada - repitió el gesto y me permitió incorporarme al embotellamiento. No les podré negar que mi renovada fe en la humanidad adquirió proporciones épicas en el momento en que me fue concedida la prioridad de paso - de entre toda la fauna vial; por parte de un chofer de autobus - si bien apenas había llegado a la tercera intersección. ¡Así es! No hubo "third time's the charm" a la inversa que valiera.

Semejante serie de eventos afortunados tuvo dos efectos inmediatos en mi persona. El primero consistió en un día lunes durante el cual mi habitual carácter, gruñón y quisquilloso, se convirtió en un entusiasmo contagioso e inabatible: el mundo me sonreía. La segunda consecuencia resultante es que finalmente me resolví a escribir sobre una idea que da vueltas por mi cabeza ya hace tiempo. Lo que pasa es que hoy ya me extendí mas allá de lo que dicta la decencia. Y, si empiezo a aburrirme a mi mismo con tanta sandez, no quiero ni imaginar el sufrimiento que le estoy haciendo pasar a quien esté leyendo esto; así que dejaré el relato hasta acá y me ocuparé con la exposición de mi cacareada idea en una posterior entrega.

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10.10.05

La Profesión Mas Vieja del Mundo

A veces me siento y recapacito. Pareciera que hace toda una vida me dedico a esto; a lo que algunos llaman la "profesión mas vieja del mundo". Como fue que llegue a ganarme la vida de esta manera, ya ni yo lo recuerdo con claridad. Hace ya algun tiempo que, al despertar cada mañana, me sorprendo a mi misma diciendo:
-¡No voy a hacer esto toda mi vida!
¡Si, como no! Ya hace tantos años de esto, que ni yo misma me lo puedo creer ya.

Y es que el asuntito tiene sus puntos buenos como sus lados malos. Por un lado, en lo económico no me va nada mal, y como he de reconocer que soy buena en lo que hago, ya hace tiempo que cobro por hora, y mis clientes se encargan de pagar hasta el hotel. Hasta he tenido oportunidad de viajar algo.

Por otra parte, hay clientes que siempre quieren algún servicio "extra" y que siempre quieren escamotearle a una algo a la hora de pagar. Hay otros que, sin que una les conozca en realidad, pretenden que les des consejo en los mas diversos problemas que les agobian. Los peores son aquellos clientes que le echan a una la culpa si las cosas "no funcionan". Por otra parte, me es dificil dedicarme a mi familia, de toda suerte que, como en esto se es mas productivo de noche, generalmente me toca laborar hasta tarde.

A veces me gustaría salir de este ritmo de vida y poder dedicarme a otra cosa. Anhelo tener una manera de ganarme la vida que no esté tan estigmatizada y sea tan vilipendiada. La verdad sea dicha, y aunque muchos hipócritas se nieguen a reconocerlo, mi profesión es una necesidad social, y a veces me canso de que seamos el blanco de tanto chiste prejuicioso.

El otro día ni siquiera pude explicarle a mi hijita de manera satisfactoria a qué era a lo que yo me dedicaba. Tartamudeé sin sentido un rato, mientras hacía tontas analogías que pretendía que ella iba a poder asimilar; cuando todo el tiempo anduvo rondando en mi cabeza la palabra que define lo que hago. Yo soy, simplemente, una abogada.

(Sobre el fundamento antropologico empleado en lo tocante a la antiguedad de la profesión mas antigua, lease el breve ensayo escrito por un tal Hugh L. Dewey, Esq.)

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5.10.05

Las Mujeres de Agustín (Capítulo Dos)

Agustín Mendoza pensaba que su vida siempre había girado, en muchísimos sentidos, en torno a las mujeres. No solamente eso. Sentía que eran las mujeres de su vida quienes, casi con exclusividad, le habían definido y formado en el hombre que era hoy. Lo irónico de todo el asunto era que, ya al cumplir los cuarenta, a Agustín se le ocurría que comprendía a las mujeres aun menos que nunca.

Agustín nunca conoció a su padre. Aquel les abandonó cuando Agustín tenía menos de tres años, y fue su madre quien lo crió, como hijo único, hasta que cumplió los diez. Ambos vivían en aquella choza en la sierra donde se encargaban, un día si y otro también, de cuidar unas cuantas vacas, cabras y gallinas y de cultivar lo que se comían. Su madre, mujer taciturna y severa, siempre se le antojó a Agustín como una mujer muy vieja y distante, hasta el día que murió de pulmonía a los veinticuatro. Nunca recibió afecto de ninguna naturaleza de su parte. Nunca le dirigió la palabra mas que para instruirlo en las tareas del manejo de la granjita, para enseñarle a leer y escribir, y para decirle, todas las noches antes de dormir: "No crezcas para ser un hombre como tu padre". Lo que quiera que ello hubiera significado, para Agustín siempre había permanecido desconocido.

La madre de Agustín murió una tarde cualquiera, después de dos semanas de yacer en cama, tiempo durante el cual él se ocupó de la granja como siempre lo hacía. Al volver de ordeñar las vacas se encontró en la puerta de su casa con un vecino y su esposa, a quienes había visto solo un par de veces, conversando con su madre. Ella se le acercó, con ojos húmedos, y le abrazó mientras murmuraba: "¡Mi niñito! ¡Tu mamita ya no está con nosotros! ¿Que irá a ser de ti ahora?". Agustín rememoraba ahora que en esa tarde, despejada y luminosa, la completa ausencia de dolor por la muerte de su madre lo hizo sentirse extrañamente vació.

Lo que siguió en los días subsecuentes fue una vertiginosa sucesión de eventos, de la cual Agustín recordaba vagamente el asombro causado por el viaje en tren hasta la ciudad, los paisajes del camino que nunca siquiera había imaginado, la llegada a la estación en la ciudad, las multitudes que allí se arremolinaban, el viaje en el reluciente automovil negro que sus tías habían enviado para recogerle. Un pesado portón de hierro forjado daba entrada a los enormes jardines que rodeaban la casa donde vivían sus tías. La casa misma era una maciza construcción de finales del anterior siglo, con altas paredes de piedra cubiertas de hiedra y enormes ventanales oscurecidos por pesadas cortinas. Una fuente dominaba el patio principal, y mas allá reposaba una amplia escalinata en la que, al momento de su arribo, esperaban sus dos tías.

Socorro y Dolores, sus tías, lo cubrieron de arrumacos y caricias mientras musitaban palabras de cariño, mezcladas con entrecortadas oraciones en las que encomendaban el porvenir de su sobrino a los mas diversos santos. Ambas eran sorprendentemente parecidas a la mujer a la que Agustín solo conoció como "mamá", pero también eran muy diferentes. Ambas habían enviudado tiempo atras. Ambas tenían portes distinguidos y vestían con una sobria elegancia e impecable gusto. Ambas eran parlanchinas y alegres, pero sin perder el aura de clase que les rodeaba. Ambas eran cultas, y era evidente a todas luces que habían vivido una vida de privilegios. Ambas eran, asimismo, mujeres piadosas y devotas que dirigían extensas oraciones al empezar el día, antes y después de las comidas, y en cualquier otra ocasión que a juicio de ellas lo ameritara.

Fue bajo la supervisión de Socorro y Dolores que Agustín inició una vida ajetreada de caras tutorías privadas, lecciones de piano y equitación, clases de pintura; todo ello saturado de frecuentes visitas a la catedral, oraciones, rosarios y letanías. Fue también bajo el techo de sus tías, pero inadvertido para ellas, que Agustín empezó a vislumbrar el misterio en que, para él, se convertirían las mujeres.

La casa de sus tías era habitada, aparte de Agustín y las tías, por un viejo que hacía las veces de mayordomo, jardinero y chofer; y la esposa del anterior, quien se encargaba de ser ama de llaves y cocinera. También vivian allí dos muchachas, que se ocupaban de las tareas meniales en la casa. Una de ellas era una bonita mulata a la que sus tías tenían evidente confianza y estimación, tanto por su callada disposición, como por su dedicación al trabajo. Era una muchacha delgada y de apariencia modesta, que siempre llevaba su largo cabello negro recogido detrás de la cabeza. Lo único que parecía fuera de lugar en ella era un ocasional destello, que Agustín notaba en sus ojos de vez en cuando. Su nombre era Priscilla.

Una tarde de sábado, poco después de haber cumplido los catorce, Agustín estaba sentado en la sala, absorto en la lectura de un libro. Sus tías habían salido temprano, dejándole solo y, extrañamente, desocupado. Priscilla estaba en la sala, mientras tanto, limpiando las ventanas. Agustín recordaba que, de repente, notó un extraño silencio en la habitación. Levantó la mirada y se encontró con ese destello en los ojos de ella, que le contemplaba con determinación. Después de unos instantes, ella se le acercó lentamente, le tomó de la mano y sin decir palabra lo hizo levantarse y seguirla. Agustín sentía un extraño cosquilleo, un poco mas abajo de su ombligo mientras caminaba tras ella a traves de la casa en silencio, pasando por la amplia cocina, hacia las habitaciones que ocupaba la servidumbre en la parte de atras de la casa. Finalmente, ella le empujó con gentileza al centro de la pequeña habitación, desde donde él la observó cerrar y atrancar la puerta.

Priscilla se volvió, el destello en los ojos aun mas intenso, y se acercó a él con lentitud deliberada. Su mano derecha soltó el cabello, que cayó lustroso y espeso sobre sus hombros. Acto seguido, empezó a desabrochar los botones de la blusa gris de su uniforme, uno a uno, mientras Agustín le miraba sin parpadear. Cuando Priscilla llegó al último botón, abrió la blusa completamente, revelando un par de pechos pequeños y redonditos, coronados por sendos pezones oscuros que, diminutos y turgentes, apuntaban ligeramente hacia arriba. Agustín contempló lo que se le mostraba, reparando en que la anatomía delicada de ella siempre le había pasado inadvertida cuando estaba cubierta por el uniforme.

Ella se quedó allí, con los brazos a los lados, mientras le contemplaba con seriedad; el brillo en los ojos ahora un fuego intenso. Agustín observó cada detalle de la vista que se le ofrecía. Se fijó en la piel oscura y tersa, ligeramente humedecida de sudor. Notó que aquellos senos, perfectos en su forma, se estremecían ligeramente por la respiración entrecortada de la muchacha. Finalmente salió de su estupor y se acercó a ella casi imperceptiblemente. Ella le tomó de nuevo una mano y la condujo con delicadeza hasta hacerla posarse sobre uno de sus pechos, dejándola allí. Agustín sintió la suavidad de aquella piel y acarició con ternura la firme y tibia forma. Sus dedos recorrieron, de la manera mas leve, aquel fruto misterioso. Finalmente apartó la mano y los ojos de ambos se encontraron. Ella le atrajo hacia si, le abrazó estrechamente y dijo: "¡Hay, Agustincito! ¡Vos si sabés como tratar a una mujer!". Ella le levantó la cabeza y le besó firme y largamente en la boca. Las subsecuentes horas se disolvieron en un intenso, húmedo y tibio placer, cargado de sabores y aromas hasta entonces desconocidos, y que aun permanecían indelebles en la memoria de Agustín. Desde aquella tarde ambos procuraban encontrarse furtivamente y pasaban deliciosas horas de mutuo gozo, después de las cuales Agustín gustaba de quedarse dormido al lado de ella, entre las sábanas humedas.

Priscilla salió de su vida de manera repentina. Una mañana simplemente ella ya no estaba allí. Su tía Socorro le informó de forma casual y sin emoción en la voz que Priscilla ya no laboraba para ellos, y que a la semana siguiente Agustín mismo iría al internado donde habría de continuar su educación.

Si la separación de Priscilla le dejó una enorme añoranza carnal, años después sería otra mujer la que se encargara de darle su mayor cicatriz emocional. Mientras estudiaba medicina en la universidad, Agustín conoció a Andrea. Andrea, una encantadora rubia de proporciones estatuescas, era la hija de uno de los profesores en la facultad. Desde que Agustín le conoció, le cedió a ella su propia voluntad. El amor que le inflamaba lo hizo devoto a ella en todo sentido, y se sentía lleno de dicha con el solo hecho de pensar en ella.

Agustín recibía, de manera regular, un generoso estipendio de parte de sus benefactoras, con el propósito de sostener sus estudios, que le permitía vivir muy cómodamente. Aunado a lo anterior contaba con una agradable presencia física y la facilidad de verbo que provenía de su cultivada educación. Todo lo anterior le allanó considerablemente el camino cuando se propuso conquistar a Andrea. Los meses que vivieron juntos fueron idílicos. Agustín se sentía el hombre mas dichoso del mundo, y así lo dejaba saber a quien quisiera escucharle. Dentro de su cabeza bullían planes para la vida que vivirían juntos.

Todo ello terminó abruptamente la mañana que Agustín despertó, para encontrar que ella, también, se había ido. Andrea le llamó por teléfono un par de días después y le sacó de la incertidumbre: "Agustín, no te enojés conmigo. Simplemente comprendí que no puedo vivir con vos. No malinterpretés, no sos vos... soy yo". Y luego colgó, dejándolo desolado. Por seis meses, Agustín se sumió en la desesperación, durmiendo menos y bebiendo mas de lo que su organismo podía tolerar. Al final resolvió levantarse de su pena, al darse cuenta de que la mujer a cuyos pies había depositado su corazón, le había desechado. No comprendía el porqué pero sabía, y estaba resuelto a asumirlo, que no iba a recuperarla.

Siguieron años que Agustín dedicó a coleccionar mujeres, a seducirlas y desecharlas, sin involucrar sus propios sentimientos en las transacciones, ni importarle que alguna de ellas pudiera tenerlos. No recordaba ya cuantas mujeres habían servido para saciar sus apetititos y garantizarle placer a sus sentidos. No sabía cuantos abortos había costeado, o cuantos silencios había comprado.

Aun tiempo después, con el título que confirmaba su especialidad como psicólogo clínico colgando en la pared de su lujoso despacho, Agustín había sostenido un breve noviazgo con la mujer que ahora era su esposa, y cuyo mayor mérito era ser hija del fundador de la clínica de especialidades a la que estaba asociado.

Agustín volvió a ver la misiva que sostenía en la mano. Pensó en las incontables mujeres que había conocido y que, de muchas formas, habían influenciado su vida. Pensaba en la ironía de que nunca había entendido, siquiera superficialmente, a ninguna de ellas. A ninguna, hasta el día en que Soledad cruzó la puerta de su despacho.

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