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29.1.06

IV Parte: Lo que piensa Agustín

No entiendo. He revisado su expediente una y otra vez, oído de nuevo las grabaciones de las últimas siete sesiones, releído mis apuntes y apreciaciones acerca de lo que me ha dicho en cada cita y no logro llegarle al meollo del asunto.
Soledad quiere una respuesta que yo no le puedo dar porque no la he encontrado todavía. Ella no muestra señales de depresión, más bien se le ve contenta con su condición y su “problema”. Vergüenza tampoco le da pues he notado un cierto dejo de orgullo cuando me cuenta de sus amoríos de una noche o de unas horas. Su comportamiento no es una patología que se le pueda achacar a la codicia o al amor por el dinero pues su status social es más que aceptable y vive muy bien con la herencia que le dejaron sus padres. Tampoco es furor uterino, eso está descartado, porque si fuera así no podría parar de coger y lo haría indiscriminadamente; y ella es muy selectiva. Me estoy partiendo la cabeza tratando de hallar una respuesta porque me parece que ella la necesita y no sé porqué, pero creo que la necesita oír de mis labios.
¿Qué la trajo a mí? Todavía me lo pregunto. Después de tantos meses de tratamiento, no deja de sorprenderme con sus ocurrencias, sus historias, sus amores efímeros y su inteligencia. En efecto, es una mujer muy inteligente. Y muy bella. Tiene unos ojos color café claro inmensos. Son tan expresivos que parece que cuando habla no mueve la boca sino los párpados; por lo menos eso me parece a mí. Talvez parte de la culpa de que no le llegue a su problema sea de esos ojazos, que me distraen cuando debería de estarle prestando toda la atención del mundo para que mis divagaciones estúpidas no tergiversen el tono de mis notas. Porque cuando vuelvo a ellas, una vez que Soledad se ha ido dejando tras de sí una estela de perfume de jazmín en todo mi consultorio, ya no tienen el sentido que tuvieron cuando ella las dijo. Algo se queda siempre perdido en la transcripción y cuando me doy cuenta ya no la tengo al frente para preguntarle o ahondar en mis dudas. Y entonces me quedo largos minutos viendo fijamente mi cuaderno como si por verlo fueran a saltar hacia mí, de repente, todas las respuestas.
Es que, además y encima de todo, me cuesta tanto concentrarme después de que se va. El otro día me sorprendí a mí mismo viéndole los labios como si fuera la primera vez que los veía. Abre la boca para hablar y la maneja con el desenfado de quien no le importa un pepino lo que piensen los demás acerca de lo que está diciendo.
Yo sé que sentada en la butaca de mi oficina, conmigo al frente, se comporta más desinhibida que de costumbre; lo cual es también perturbador, máxime cuando vuelven a mi cabeza las palabras de la bendita carta esa que me envió. Tuve que hacer un esfuerzo supremo para no dejar salir mis apreciaciones personales al respecto, en la sesión siguiente al recibo de la misma. Es que creo que hasta me ruboricé cuando la topé de frente esa vez en el consultorio, sentada a pierna cruzada en la butaca de costumbre, dejando a la vista una rodilla y una pantorrilla de líneas casi perfectas, exceptuando la pequeña cicatriz a un costado de la corva; toda ella infundada en un vestido rojo de escote pronunciado que dejaba entrever la redondez de sus pechos morenos. Espero que haya pensado que mis colores eran tan sólo el reflejo de su vestido; aunque me pareció ver una sonrisa llena de malicia aflorar a sus labios.
A veces creo entender a Soledad en su errática búsqueda de algo que le llene esos vacíos que siente. Muchas veces la compatibilidad sexual se disfraza de amor y entonces es difícil hacer una discriminación certera. Lo digo yo, que he probado mil cuerpos de mujeres de todos los tipos, tamaños, colores y sabores. A algunas las he creído amar, pero luego me he dado cuenta de que ese hilo tan delgado que marca el límite entre el amor y la química es muy difícil de distinguir, y por lo general nos lleva a errar en nuestros juicios. La comprendo porque he caído muchas veces en ese error y aún hoy no puedo decir que podría diferenciar con seguridad un caso de amor de uno de química pura. Sé que van de la mano, pero dónde empieza uno y dónde acaba el otro o cuánto de uno y cuánto de lo otro compone la receta ideal, es algo que no puedo decir.
Ahora, por ejemplo, puedo asegurar con toda la propiedad del caso que Soledad me transmite una química poderosamente inquietante. Por eso trato de mantenerme de este lado del escritorio cada vez que viene a cita. Porque me conozco más que bien y sé que en estas cosas los impulsos son, casi siempre, mucho más fuertes que la razón y la ética. Porque, igual que ella sueña conmigo, yo sueño con ella. Sueños bastante pesados, debo agregar. Pesados porque me despierto con la sensación de que ocurrieron de verdad. Sueño que la tengo en mi poder, que se convierte en mi manjar; que mi lengua la invade como un cáncer para poseerla toda y reclamarla para mí solo. Despierto con su sabor en la boca y con su olor, que se me antoja dulce, clavado en la nariz; aunque no la he probado ni conozco su olor verdadero, el olor de su piel, de su sexo. Me chupo los labios al despertar de un sueño con ella porque siento que acabo de besarla y la sensación es tan vívida que juraría que no fue un sueño. Pero despierto y no es ella quien está a mi lado, entonces sé que no fue real.
Tengo que autoprogramarme para no pensar en ella. No puedo. No debo.
Además, yo soy su doctor y ella es mi paciente. Punto.

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25.1.06

La Duda

Eduardo la conocía de toda su vida. Ella y él eran amigos entrañables de esos que se cuentan todo, que comparten alegrías al igual que sobrellevan las penurias del otro como si fueran propias. Cuando conversaban, intercalaban chistes privados en sus diálogos: códigos que solo entre ellos hacían sentido para ellos dos y que, con toda seguridad, irritaban a quienes les escuchaban sin comprender de lo que se hablaba. El la quería -y se sabía correspondidoen ese sentido- con ese cariño que muchas veces existe solo entre hermanos y, aunque fueran hijos de diferentes padres y madres, la consanguinidad verdadera no hubiera podido hacer ese afecto mas fuerte de lo que era.

Eduardo se había dado cuenta un día por casualidad de que, repentínamente, sentía algo mas por Laura. Fue durante una de esas veladas que tenían con frecuencia en las que compartían la noche con otros amigos, en las que saboreaban algo de comer, algo de beber, algo que fumar, y mucho de buena conversación. Eduardo se sorprendió a si mismo observando a Laura de manera algo furtiva cuando ella no le veía. Cayó en cuenta en ese momento de que albergaba dentro de si un profundo y creciente deseo por ella.

Desde esa noche se hizo patente en él la presencia de claras señales que le confirmaban su sospecha. Él se complacía siguiendo con la mirada -mientras contenía el aliento- la parte de la piel de ella en que se fundían las líneas de la mandíbula y el cuello, y se imaginaba trazando esas formas suavemente con el dedo. Cuando estaba cerca de ella, aspiraba con deleite el aroma de su cabello, que se mezclaba delicadamente con el suave perfume que ella usaba y el olor de hembra que de ella manaba. Cuando ella le tocaba de manera casual o él ponía su mano contra ella, sentía un calor a la vez insoportable y delicioso, y se imaginaba que ese calor disolvía el género que se interponía al contacto directo entre ambas pieles. Cuando se abrazaban, él adivinaba en cada centímetro de su propio cuerpo las formas firmes y tentadoras del cuerpo de ella.

A partir de esa noche, Laura no se apartaba ni un instante de sus pensamientos. Soñaba dormido al igual que despierto en las miles de formas que ansiaba hacerle sentir a ella la pequeña muerte, y en la infinita cantidad de maneras que ella podría mostrarle los rostros de Dios a él en un lecho.

Al cabo de un par de meses, una noche Eduardo se cuestionó a si mismo el porqué de su propia indecisión, de porqué dudaba en compartir con ella sus recién descubiertos sentimientos. Eduardo no temía la posibilidad de que sus eventuales avances fueran rechazados por ella. Él se consideraba a si mismo el afortunado poseedor de una personalidad balanceada, y el rechazo no le causaba ningun daño irreparable en su autoestima. Tampoco temía que la amistad incondicional que compartía con Laura pudiera sufrir si él le revelaba a ella lo que ella le provocaba sentir. Si ella le rechazaba, él estaba seguro que ella sabría seguir queriéndole de la manera en que siempre lo había hecho.

Al cabo de mucho pensarlo, Eduardo finalmente arribó a la única conclusión posible. Él no comprendía realmente el porqué, pero lo que lo frenaba realmente en su intención de seducir a su entrañable amiga Laura era la posibilidad -precisa e imposiblemente ironica- de que ella le correspondiera y le dijera que si.

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